sábado, 19 de noviembre de 2011

Reunión XXXII de los amigos del cordero lechal: "el año del tacómetro"



Se celebró con todo éxito de público y crítica la reunión número XXXII (o sea, 32º, que se dice pronto) de la cuadrilla (que diría Julito) de los amigos del cordero lechal. Pasará a la historia de las reuniones con el sobrenombre de: "el año del tacómetro".

En el borde derecho de esta página se proyectan unas miniaturas con algunas fotografías de tan significado día. Clickando encima de cada una se puede ampliar la misma y acceder a mis álbumes de flick con fotos de esta y de otras reuniones y de Hacinas en "aquéllos maravillosos años". A los amigos que entren en este espacio para ver las fotos les ruego que dejen algún comentario, bien en las fotos (entrando en los álbumes se puede hacer escribiendo debajo de cada foto) o al pie de este texto.

Visitamos los pueblos de la "arquitectura negra" (a propósito) y de la "arquitectura roja" (estos por casualidad) de Guadalajara (Majaelrayo y Campillo de Ranas), tras tomar el aperitivo en Riaza y pasar algunas vicisitudes hasta encontrarlos. Comimos, algo tarde, en Ayllón, en el Restaurante "El Parral", corderito rico y algunos cortes de res de la tierra muy notables. Echamos la partida en la plaza de Ayllón, en el bar "el colirio", por lo bien que nos vino para la vista, y cenamos deprisa en Aranda, exquisiteces sin par en "Resinera" atendidos con todo cariño por Tomasín e Inés, excelentes anfitriones. Y nos fuimos casi sin acabar el postre camino de Huerta del Rey porque estaba a punto de saltarle el relé al tacómetro del Güay. Eso ocurrió entrando en el bonito pueblo de los hermanos Cámara,  necesitando por ello, para llegar a Hacinas, un chófer de refresco. Terminamos en el Bar "La Plaza" de Hacinas entonando a grito pelado los éxitos del ayer porque, lo tengo dicho, lo que hace el vino, y los gintonis, no lo hace la escabeche. Amén.

Un día fantástico. A por la XXXIII !

Con cariño,


Manolo

domingo, 31 de julio de 2011

¡Tres mil gracias!

Queridos amigos:

Acabo de comprobar que uno de vosotros ha realizado la visita nº 3.000 a esta página (al menos la tres mil desde que puse el contador de visitas).
Reconozco que me gustaría tener con vosotros, ¿cómo decirlo?, una relación más interactiva, pero por lo general y por lo visto no sois muy dados a dejar comentarios.
Pero quería daros las gracias por estar ahí y por interesaros por estas cosas que publico.
Sé que seguís esta página desde diferentes partes del mundo y me llama la atención las visitas tan numerosas que registra de Latinoamérica y de Italia. Me gustaría conoceros, así que no dudéis en escribir los comentarios que consideréis oportunos.
Gracias a todos. Seguiré, en la medida de mis posibilidades, escribiendo estos relatos que espero continúen siendo de vuestro agrado.

Tres mil saludos y otras tanta gracias,

Manolo

sábado, 30 de abril de 2011

Cuéntenme cómo pasó

                                      
  

Vivimos en un lugar privilegiado. Los de Hacinas, me refiero. Incluso los que no vivimos allí todo el año, incluso los que vamos más bien poco, todos, tenemos esa suerte. Porque, todos, aún durante nuestras prolongadas ausencias, vivimos allí. O, al menos, es lo que sentimos. Sé que más de uno estará pensando: “Claro, claro, todo eso está muy bien, pero para decir eso hay que pasar aquí los inviernos, por ejemplo, y pasear las calles incluso los días que no son de fiesta”.  Y si lo dicen yo no tengo nada que objetar. Pero los que somos de Hacinas siempre sentimos, un poco, que vivimos allí. Y ese lugar y su  entorno, es, sin duda un sitio privilegiado.  He oído muchas veces a más de uno lamentarse porque nuestro pueblo carece de recursos naturales dignos de mención o de tierra fértil y clima favorable que proporcione cultivos de alto rendimiento comercial. Y, a estos, tampoco les falta razón. Sin oro, sin petróleo, sin coltán, sin ni siquiera unos aguacates, hemos hecho lo que hemos podido. Secano cerealista y gracias. Los entendidos que expresan esta opinión culpan a esta carencia de haber actuado como un auténtico lastre para nuestro desarrollo económico local.

No hay mucho que objetar a eso. Tan sólo que las cosas tienden a cambiar y lo que antes no tenía valor puede que lo adquiera en pocos años. Como parece estar  ocurriendo. El paisaje, un suponer. Cada vez se valora y se busca, con más ahínco, ese lugar privilegiado por la naturaleza que le llene a uno de paz, tranquilidad y plenitud, que sature los sentidos de placidez, un habitat, que se dice ahora, que colme los sentidos y nos ayude a encontrarnos con nosotros mismos en un mundo, como el actual, donde ese placer es algo más que un bien escaso. Bueno, y de eso, tenemos hasta para regalar. Explotar esa riqueza inigualable exige un decidido impulso a la industria turística y en eso llevan trabajando, con muy buen criterio, munícipes y líderes locales desde hace algunos años. Bien hecho.

No sé hasta qué punto la conocida riqueza de nuestro subsuelo en bosques de piedra ha contribuido a ello, aunque por lo que veo, lo ha hecho en gran medida. Esos árboles fósiles duermen bajo nuestros pies y algunos de ellos, con mucho esfuerzo y pocos medios, fueron levantados por intrépidos y  visionarios hacinenses hace algunos años. Inconscientes, como estaban, de que apoyaban decisivamente el desarrollo de nuestro pueblo, no pudieron calcular entonces el auténtico alcance de tan singular iniciativa. Y hoy esa riqueza insospechada se ha convertido en uno de los atractivos más señalados en todos los documentos de información turística y páginas web dedicadas a ello, como uno de los aspectos más singulares de Hacinas.

-         ¿Eres de Hacinas? – te dicen- …. ¡ah, sí!, el pueblo de los árboles fósiles.

Tanto así que, últimamente, y a falta de otras contribuciones más relevantes al desarrollo local, uno presume delante de amigos y curiosos de haber formado parte del grupo de pioneros que sacó a la superficie y levantó el primero y más significativo de ellos. El que se levanta, en la actualidad, frente al Centro de Interpretación. Si encuentro desconfiado a mi interlocutor cuando relato la hazaña, busco rápidamente alguna de las fotos de aquél día y observo cómo se incrementa ante sus ojos mi prestigio y la admiración de quien me escucha. Si me preguntan la fecha me quedo sin respuesta, lo de la memoria ya es crónico y, para mi desgracia, en aquélla época las cámaras fotográficas analógicas no dejaban sobre las imágenes la fecha y la hora. Pero eso tan poco es un problema. Cualquiera de los protagonistas que en ella aparecen (en plena faena o durante el almuerzo) la recordarán, o sabrán donde buscarla, ya que ese momento ha pasado a considerarse como uno de los hitos recientes de nuestra historia. Se acordarán, seguro, de cómo era aquélla mañana y hasta de cómo olía el aire en Las Tresineras.
 
Yo, pazguato adolescente como bien se aprecia, lo vivía como algo curioso y divertido, como un buen motivo para la excursión mañanera y seguro que enredé más que ayudé. Recuerdo cómo se trasladó el ejemplar rescatado hasta su actual emplazamiento a lomos del remolque de un tractor y cómo tuvimos que esperar una mañana fría que llegara una grúa de TAM a ponerlo en pie. En aquél momento sublime, la verdad, se hizo cualquier cosa menos un trabajo fino. Ni arqueológico, siquiera. Hoy en día quizás nos hubiéramos ganado una sanción por parte de la Dirección de Patrimonio o del Ayuntamiento por el manejo tan poco profesional de la pieza. Entonces nos pareció que lo hicimos con destreza. Pero, a falta de otras ilustraciones más explicativas de cómo pasaron las cosas, lo que sí puedo decirles es que si han visto algún documental en el que un equipo de técnicos va recuperando los hallazgos de la tumba de Tutankamon, por ejemplo y si lo han visto, con ese detalle, con ese mimo, nada más distinto y opuesto al proceso de recuperación y levantamiento de la pieza que efectuamos.

Siento orgullo de haber estado allí, a lo mejor estorbando más que ayudando, en aquél momento histórico de nuestro pueblo. Creo que, sin saberlo, iniciamos un camino de validación de nuestras riquezas que ha contribuido decisivamente a las nuevas perspectivas de desarrollo de Hacinas. Como tengo una malísima memoria -no sé si ya se lo he dicho- propongo a los protagonistas de aquélla hazaña, que aparecen en la fotos, me ayuden a esclarecer los hechos y escriban en estas páginas cómo fue todo aquello. Lo cierto es que poco tiempo después de ese significado día mis amigos se fotografiaban a lado de la pieza pétrea, con sus pantalones de campana, como si junto a Shakira estuvieran posando. Todo un éxito.

Con frecuencia, ante algunas imágenes antiguas, recuerdo vagamente los sucesos y, a partir de esos exiguos datos, me imagino todo lo demás. Les confieso que eso lo he hecho muchas veces en estas páginas. Para que no vuelva a caer en el mismo vicio y para que los lectores de esta revista sepan de boca de sus protagonistas los detalles de aquélla mañana singular,  ruego a los componentes de la cuadrilla de rescatadores nos den luz sobre los hechos. Ojalá que me hagan caso al menos en esto.
  

                                                                                   Manolo Díaz Olalla

























Nota del Autor.- Husmeando en mi hemeroteca particular he re-descubierto un magnífico reportaje del querido y recordado Ventura, titulado "Veinte años de colaboración popular en Hacinas", que fue publicado en el número 75 de esta revista (tercer trimestre de 1997), en el que el autor rememora, entre otros hitos de la historia reciente de nuestro pueblo, el descubrimiento y puesta en pie del "Primer árbol fósil". Recomiendo a todos su lectura y si en algún detalle mi humilde relato no coincidiera exactamente con el que hace Ventura (q.e.p.d.) de tan insigne acontecimiento  les sugiero que no lo duden: él tiene razón. La memoria, como sabemos, a ciertas edades comienza a flaquear. La mía, yo lo noto, ya adolece de éso y a veces hace que, sin querer, ponga el carro, o sea los árboles fósiles, delante de las vacas.

(Publicado en la Revista  "Amigos de Hacinas" Nº 131, 1er trimestre de 2011)

domingo, 30 de enero de 2011

Las niñas

Las niñas no tuvieron esa suerte. Pasaron por la niñez, y ahora por la adolescencia espléndida y sorprendente, sin esa suerte que yo tuve y tengo de tener un pueblo, que es mi pueblo.

Las niñas son listas, ingeniosas, guapas. Las niñas son lo mejor que yo conozco. Las niñas son todo eso y más cosas, y les tengo que asegurar que no me ciega la pasión de tío carnal que me involucra con ellas. Pregúntenle a cualquiera que las conozca. Pero las niñas, mis niñas, caminan por la vida con ese problemita inevitable de ser de Madrid. Así, a secas. Ellas no pueden decir, como yo, que son de Hacinas. Aunque no lo sea del todo, ya me entienden. Un amigo mío tiene la teoría de que el hombre es de donde pace, no necesariamente de donde nace. Así, si en la vida uno encuentra un lugar que uno mismo reconoce como suyo, y las gentes de ese lugar tienen el sentido de que uno es parte de esa comunidad que ellos mismos componen, no cabe ninguna duda que ese individuo es de allí, aunque haya nacido a diez mil kilómetros de distancia. Esa mutua relación de pertenencia, esa corresponsabilidad que se establece en las señas de la identidad, son las que definen, sin duda, de dónde es alguien.

Por ello, yo sí puedo decir en cualquier lugar que soy de Hacinas, aunque mi amigo Agustín me mire con el rabillo del ojo, y más de uno se crea con el derecho de revisar mi documento de identidad. Pero, fíjese usted lo que son las cosas de la vida, mis niñas, esas criaturas maravillosas a las que adoro, van por la vida con esa desazón inapelable de incluseras permanentes. Porque eso de ser de Madrid, es como si nada.
Como que uno no es de ningún sitio. Madrid es como un hospicio. Como un refugio general de apatridas, como un motel de carretera donde tiene que quedarse a dormir el que no tiene más remedio.

Mis niñas, las pobres, nunca corrieron por la Hontana, ni se escondieron perplejas en casa de su abuela cuando pasaba, sin avisar, la boyada, ni pasaron una tarde comiendo chorizo con pan mientras observaban una y otra vez el subir y el bajar de los reteles en el río, ni cogieron la bicicleta para subir la cuesta de Carazo, ni se escondieron nunca detrás del castillo a darle dos caladas a un cigarrillo furtivo ni a discutirle un beso primerizo y limpio a cualquier mocito presuntuoso.

No tenemos por qué decir las cosas que no son. Tampoco es eso. Si tenemos alguna ventaja aquí es porque nos conocemos todos y, como quiera que sea, calculamos siempre de qué pie cojeamos todos. Mi experiencia y mis conocimientos no me aportan lo que pudiéramos llamar un intenso bagaje cultural rural. No. Eso es así. Y si no que se lo pregunten a Carlitos, mi amigo, que desde hace tiempo goza de una manera casi enfermiza con mortificarme siempre que tiene la ocasión de poner en evidencia pública mi ignorancia rústica.

- A ver, ¿cuála pájara es aquella?.     
- Una graja.
-¡Una graja!.  
- Pues una picaraza.
- Desde luego, ya te vale, ¿es que no ves que es una milana?

No hay por qué presumir de lo que uno no sabe ni conoce. Pero a mis trece años ya había tenido la experiencia particular de haber conocido personalmente -quizás hubiera que decir animalmente- a más de doscientas gallinas. Bien, yo nunca olvidaré el día en que la mayor de las niñas se encontró de sopetón y a menos de un metro con la primera gallina viva de su vida. Ella tenía trece años y había visto algunas gallinas en la televisión y otras tantas, empaquetadas y con el sello de garantía de "El Corte Inglés" estampado al lado del precio, que dormían, por temporadas, en el frigorífico de su casa. Pero aquella tarde de Abril, en el pueblo de Navacerrada, iba a vivir una de las experiencias más fuertes de su vida. Se encontró con ella de repente, sin avisar, al doblar una esquina. Diremos de verdad que el susto fue mutuo. Ambas, niña y gallina, se miraron fijamente conteniendo la respiración. Pero, finalmente, pudo más ella, la gallina. Itzíar, que así se llama la niña de la que hablo, salió corriendo despavorida por la ladera de la misma manera que usted o yo lo haríamos si al salir de nuestra casa una mañana descubriéramos ante nuestra puerta a un marciano con antenas y todo. Fue muy fuerte aquella experiencia, deberemos reconocerlo. Y eso que la niña ya había conocido personalmente un avestruz. A mí me extrañó, no obstante. Según se mire, una gallina es como un avestruz pequeño. Así que no hay por qué ponerse tan nerviosos.

Yo creo que eso, el no tener pueblo, acaba marcando la vida de la gente. En la manera de comer, por ejemplo. Estas niñas maravillosas no saben comer. Todavía recuerdo un día que las invité a comer un cocido con todo. Como el que hacía la abuela. Ya saben: su sopa de pan, su sopa de fideos, sus garbanzos, su repollo sofrito, su carne, su chorizo, su tocino de mojar y su relleno. Como el que preparaba la abuela por la mañana en el hogar, al fuego lento de la leña derretida. Bien, allí estaba yo. Con aquella mesa preparada después de toda la mañana en la cocina. Estaba dispuesto a que supieran lo que es una comida de verdad. Y allí llegaron ellas. Tan felices. Seguramente esperando espaguetis o arroz con tomate. Miraron todo aquello con detenimiento. Se retiraron por unos minutos a deliberar. En sus caras se dibujaba una mezcla de frustración y lástima por su tío aprendiz de cocinero. Finalmente me plantearon claramente la situación: me invitaban ellas a mí a comer una pizza o una hamburguesa en cualquier sitio y, a cambio de eso, nos íbamos a olvidar todos de ese lamentable episodio, como que no hubiera pasado nada. Bien, eso me tocó, yo congelé aquel cocido maravilloso y me comí una hamburguesa de plástico con mucho ketchup y algunas patatas fritas. Ellas se fueron felices, que es de lo que se trataba.

Comprendan mi punto de vista. Ellas no tienen la culpa. Pero ser de Hacinas marca para toda la vida. Y ellas, mis niñas, no han tenido la culpa. La vida ha sido así con ellas. Yo pretendo hace tiempo remediar ese problema en su educación. Y estoy dispuesto a regalarles un pedacito de mi pueblo si ellas quieren.

Son ustedes testigos de que si para el próximo verano no aparecen por allí, sólo será su propia responsabilidad.

                                                                                                                            Manolo Díaz Olalla

(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas"  nº 70 en la lejanísima fecha del primer trimestre de 1996)

Nota del autor.- Las niñas de las que se habla, mis sobrinas Itziar y Maitena, ya no son tan niñas (como en aquél chiste famoso). Son ya dos magníficas mujeres. El tiempo pasa, ya saben.