viernes, 1 de octubre de 2021

Referentes

 Aún recuerdo cómo mi padre, en sus últimos años, vivía con profunda tristeza y abatimiento el fallecimiento de algún amigo o compañero. Mezclado con la desolación dejaba entrever ese regusto amargo de la orfandad, esa desazón del que siente que se está quedando solo, de quien, sin quererlo, se da cuenta de que está en plena primera línea de fuego.

Salíamos los sábados de paseo antes de comer y, de vuelta a casa, entrábamos en el bar de al lado a tomar el aperitivo. Bares, qué lugares tan gratos para conversar, por lo que, para darle la razón a Jaime Urrutia y a los de Caligari hacíamos un rápido resumen de la semana. Cualquier tema en su compañía resultaba entretenido, pero a veces, en lugar de noticias intrascendentes o episodios conocidos y comentados, generalmente jocosos y festivos, la conversación se tornaba grave.

-          ¿Sabes que ha muerto mi amigo Santiago?

-          ¡Santiago! No me digas…. ¿Cuántos años tenía?

-          Los mimos que yo.

Y ahí es cuando se ponía serio y entraba en una profunda melancolía. Para aligerar el trago amargo, nunca mejor dicho, le acercaba el vaso y dejaba que paladease su contenido. Me miraba sorprendido y me decía:

- ¡Caramba, vermú!  No te exagero si te digo que hacía más de 5 años que no lo probaba.

Lo cierto es que la cuestión se complicó cuando el mismo esquema y la misma conversación empezaron a repetirse todos los sábados. Todos llegaban con la noticia de algún amigo desaparecido y en todos afirmaba con rotunda convicción que no había degustado en el último quinquenio ese delicioso vino blanco aromatizado que inventaron los italianos para solaz de todos y para señalar con su nombre el baile matinal de después de misa, que tomaba con deleite del vaso que le acercaba.

Andaba mi padre por entonces próximo a los 90 años y, con bastantes menos, todo hay que decirlo, últimamente siento cierta similar inquietud agravada por el hecho de que quienes se han ido en un escaso y reciente espacio de tiempo son, más que amigos o compañeros, referentes de mi vida. Personas que han significado mucho para mí, con las que he compartido momentos inolvidables, alegrías infinitas, tristezas pasajeras, éxitos rotundos, algún fracasillo o decepción insignificante, si fueron más profundos ya lo olvidé, en fin, pedazos de la vida o, al menos, de lo que recuerdo de ella.

Seguro que saben de qué clase de personas les hablo, seres muy próximos, insustituibles, que han formado parte de nuestra vida y nosotros de la suya, tanto que nos resulta difícil recordar lo que fuimos y vivimos sin que aparezcan por algún lado, sin distinguir su presencia constante. Se han llevado nuestros secretos, si los hubo, algunas confidencias y esa complicidad que no exigía concertación previa porque nos conocíamos tanto y nos entendíamos tan a la perfección que bastaba con una sola mirada para saberlo todo. Hay que reconocer y asumir que eso y mucho más se ha ido para siempre. No crean que exagero si les digo que se marcharon con una parte importante de nosotros porque hay asuntos de nuestra propia existencia que solo los recodaban ellos, ni siquiera nosotros estamos seguros de cómo fueron o de si pasaron en realidad.

Llega la desmemoria precoz de la que alguna vez les hablé, no por el envejecimiento y el deterioro cognitivo, sino anticipada por la ausencia de nuestros referentes. Parte de nuestro disco duro, de nuestra memoria, lo que nos define e identifica, desparece de un plumazo con la persona querida, con el amigo o el compañero que junto con sus secretos se largó con los nuestros.

Es verdad que cuando se va alguien que nos quiere, morimos un poco también y es justo agradecer no solo haberles conocido, sino que nos permitieran formar parte de sus vidas y del inmenso caudal de sus familias y sus amistades. Se van nuestros referentes y no hay que olvidar que muchas de las ventanas que nos han permitido conocer el mundo nos las abrieron ellos.

Recuerdo los últimos años de mi padre y lo triste que le resultaba cada despedida. En esos años postreros de su existencia sufría por la soledad que le asaltaba, pero a veces tenemos que llorar también porque más temprano que tarde, injustamente, inesperadamente, se van nuestros referentes, gente querida y admirada, personas tan próximas que con ellos nos vamos un poco nosotros también.

Los referentes muchas veces ni se conocen entre ellos o se cruzan en el curso de nuestra existencia de forma circunstancial. A pesar de ello con frecuencia coinciden en sus diagnósticos: “Tienes una buena conexión entre el corazón y el lápiz”. Quizás nunca imaginaron que esa cualidad, si es que existe, me iba a servir algún día para escribir una nota sentida y triste de despedida como esta. Si por mí fuera, a partir de hoy dejaría de escribirlas para siempre.

 

Manolo Díaz Olalla

 27 de septiembre de 2021, publicado en la Revista Amigos de Hacinas nº173, 3er trimestre 2021


A la memoria de Lázaro Díaz y Pilar Estébanez, amigos, compañeros y, sobre todo, referentes de mi vida, que se han ido en las últimas semanas.