jueves, 30 de diciembre de 2010

El rio

Lo cierto es que nunca tuvimos, en nuestra niñez, lo que podemos decir un río de fundamento. Tuvimos otras cosas, no digo que no, mucho campo para correr, mucho monte para tirar para arriba, muchas calles para aprender esconderites y algunas casonas para pasar la tarde y aprender las cosas de la vida. Pero río, lo que se dice río, nos tuvimos que conformar con lo que había y apañarnos como pudimos.

Al muchachito le hubiera gustado que su pueblo tuviera un río de cuidado, como el de Miranda, como el de Aranda, como el de Aranjuez. O algo menos aparatoso si hubiera venido al caso. Pero de más seriedad. Y, en fin, a pesar de todo lo aprovechamos como pudimos y, habrá que concluir, que le sacamos bastante jugo a pesar de todo.

Eran aquéllos, si todavía se acuerdan, años de cangrejos portentosos que se encaramaban a los aros de los reteles, primero, y a los bordes de las cazuelas, después, como si en ello les fuera la vida. Que les iba, por cierto. Las tardes se hicieron para coger cangrejos y allí estaban, en el río, en aquel río nuestro que no era gran cosa, es cierto, pero que de pozo en pozo era capaz de propiciar aquella explosión demográfica de crustáceos que ya, a costa de enfermedades y repoblaciones extranjeras, acabó como por encanto.
Eran unas tardes que el muchachito pasaba entre curioso y maravillado viendo el subir y bajar de los reteles y el engordar de los fardeles, allí, en cualquier recodo del río, bajo algún chopo de hermosa sombra, fumando algún goya o algún mencey si venía al caso, que casi siempre venía. Eran unas tardes que se pasaban entre la emoción de las capturas, el cuchichear permanente de las piezas en el caldero y las discusiones técnicas entre los expertos y los aficionados.


- Más vale que arrimes aquél retel a los juncos porque ahí no vas a sacar nada. Mira que te lo he dicho veces.
- Lo que pasa es que teníamos que haber traído más asadurilla p'al cebo, porque con las lombrices no entran. 
- Y no me digas que no, que en esta poza el otro día los sacaban a mano, que yo lo vi.
  
Eran tardes llenas de emociones que solían concluir en noches repletas de orgullo y satisfacción cuando llegabas a casa con aquellos trofeos impresionantes y los relatos inagotables de la hazaña presentida.

- Ese gordo de allí se me escapó por tres veces, pero siempre volvía.  Y le dije a Manolo "vas a
ver tú como a la próxima lo engancho". ¡Y toma que lo enganché!  Me arrimé a los escaramujos y
cuando volvimos a tirar p'arriba y le vi asomar le eché mano.

Era un río que engañaba. Le veías desde Fuentepeña, bien mirado, y no parecía que pudiera dar tanto jugo, pero lo daba, ya les digo. No era un río como para presumir, no, como hacían otros con los ríos de sus pueblos, pero nos conformábamos. Ni siquiera había como para sacar coplas.

Por el puente de Aranda; 
se tiró, se tiró, 
se tiró el tío Juanillo; 
pero no se mató.

Por los puentes de nuestro río no se podía tirar nadie, porque era raro encontrar por debajo un caudal mínimo que asegurase la supervivencia. A lo mejor no se hubiera matado el tío Juanillo tampoco, porque las alturas de los puentes no eran para exagerar, pero una buena talegada no se la habría quitado nadie. Claro, a no ser que el tío Juanillo hubiera optado, como los muchachitos en las tardes de calor, por tirarse desde el trampolín que teníamos en la presa.

Eran tiempos remotos. Tiempos en los no se conocían las piscinas ni otras cosas que ha traído la civilización y el desarrollo.

- ¿ Vais a bañaros esta tarde?
- Sí, hemos quedado a las cinco.
- ¿Y puedo ir con vosotros?
- Sí, pero trae un bañador para mí.

Las tardes de baño, en la presa, eran algo maravilloso. Más bien sorprendente. Inexplicable. Los muchachitos llegaban en manadas, en sus bicicletas y luchaban con ardor por ver quién se tiraba primero al agua. Era lógico. El primero encontraba el agua mansa y el fondo tranquilo. Pero a medida que aquéllo se iba llenando de bañistas el fondo se iba removiendo y el agua se iba transformando en una especie de chocolate en revolución que, finalmente, acababa por ser un lodazal impracticable. Pero daba lo mismo. La cuestión era refrescarse, pasar un buen rato y hacer algunas exhibiciones atléticas para no quedar mal del todo. Había exhibiciones muy didácticas y meritorias. En especial las que se hacían en forma de saltos desde la especie de trampolín habilitado a tal efecto. Saltos hacia adelante, hacia atrás. Mortales y con tirabuzón hacia adentro.
Y si llegaba el caso, ejercicios de sincronización bajo el agua. Había uno en especial que era de gran temeridad pero quedaba muy vistoso. Consistía en meter la cabeza debajo del agua y sacarla después de un rato con la boca llena de agua escupiéndola hacia arriba. Este ejercicio era conocido por los expertos con el nombre de "la ballena", y se lograban con él efectos muy llamativos y sorprendentes, aunque con gran riesgo para la vida del atleta. Unas tifoideas o cosas peores llegados al caso.

La sesión podía acabar en el soto, sin ir más lejos, después del secado y del cambio de ropa, que si la tarde se ponía ventosa y las toallas se movían mucho podían regalar a los ojos del observante otro espectáculo audiovisual muy poco aleccionador.

Coño cómo sopla hoy!
- Tapa y calla que se te ve.

Nunca tuvimos un río de fundamento, es la verdad. Pero le sacamos el jugo y hasta la gracia.


                                                                                                                        Manolo Díaz Olalla

                     (Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas" nº 74, de primer trimestre de 1997) 
(Fotografías por gentileza de: http://www.lancara.org/Fotos/index.html, Excmo. Ayuntamiento de Hacinas y "La Voz de Pinares")

Nota del autor.- Hace unos meses el muchachito, que ya no es tal, volvió al río después de muchos años. Y recordó unas cuantas cosas que tenia dormidas allí en la cabeza. Y tuvo la impresión de que con las cosas de ahora estos muchachitos que se las dan de listos se quedan sin aprovechar todo lo bueno que todavía queda. Como las tardes en el río. Ese río nuestro que, no nos engañemos, nunca ha sido gran cosa, pero que supimos exprimirle el jugo como si fuera un río grande. Como el de Aranda. Aunque no sea navegable.