domingo, 10 de julio de 2005

Renacuajos



Estimada Directora:

He leído en el número 102 de la revista “Amigos de Hacinas”, en la sección “En serio y en broma”, el divertido artículo de Ramontxu titulado “Los renacuajos del cubillo”, y me ha venido a la memoria, no sólo por la localización física en la que ocurrieron los hechos (el entrañable pilón de Los Cubillos), sino también por las similitudes de ambas historias (la inquietante curiosidad infantil por esa vida mágica que habita en el fondo del pilón), un caso que viví hace ya algunos años y que, con tu permiso, no me resisto a contarte.

Recuerdo que me pasé varios días con una honda preocupación por la salud de un muchachito, hoy ya mozalbete, cuyo atrevimiento, fruto tanto del desconocimiento como del excesivo amor por la investigación biológica, le llevó a cometer una imprudencia que bien pudo causarle un serio contratiempo físico o, al menos, una diarrea de pronóstico que le hubiera confinado en casa (y muy cerca del excusado) todos los días festivos de las fiestas de Santa Lucía, que ya se aproximaban por aquellas fechas.

De la misma manera que desde muy joven aprendí, por esos designios de la tradición oral por los que se transmiten generación tras generación las cosas que debe saber un mozo hacínense para ser mucho mozo, que cuando vas de ronda o a echar el rastrón no debes pronunciar en voz alta el nombre de ninguno de tus compañeros para que no sea identificado por algún vecino insomne y por lo tanto expuesto después al castigo o al escarnio público, me vas a permitir que obviemos aquí el nombre y la identidad real del protagonista de este suceso, pues aunque el castigo para ciertos pecados, delitos y transgresiones prescribe legalmente con el tiempo, no siempre pasa lo mismo con la indignación de abuelas y madres ni con la natural tendencia de amigos y compañeros a hacer leña del árbol caído, ni a señalar, para mofa de todos, a aquellos que hicieron algo que puede parecer simple, inútil o poco acertado.

Lo cierto es que esa misma tradición oral por la que se comunica todo lo que tiene que ver con la cultura y la sabiduría popular nos indica que el agua de la fuente de Los Cubillos es la mejor de Hacinas para cocinar un buen cocido de garbanzos. No creo que este dato se sustente en meticulosas indagaciones físico-químicas, pero algún buen amigo, a la vez químico y gastrónomo, mantiene la hipótesis de que eso se debe a determinadas condiciones de dureza y alcalinidad de ese agua. Son cosas que se saben y punto. De la misma manera que sabemos desde niños en Hacinas que beber agua de la fuente de Campo Los Muertos te deja un regusto metálico intenso, algo así como el que te debe quedar en la boca después de chupar durante varias horas una llave de esas viejas que usaban nuestras abuelas para abrir la cerradura del cuarterón, y que esto es así, posiblemente, por su elevado contenido en hierro. O que el desagradable olor a huevos podridos que lo inunda todo al acercarte a la fuente de La Iguariza, tienen su explicación en la importante cantidad de azufre que contienen sus aguas.

Aquélla mañana, digo, la tía había decidido regalarnos el paladar (y también el gaznate) con aquel suculento manjar, el cocido, y me brindé a buscar un caldero de agua de Los Cubillos para garantizarle que la legumbre quedara bien cocida. Era temprano pero allí estaba él, arrodillado al borde del pilón, con un retel de los de pescar cangrejos (¿te acuerdas cuando había cangrejos en el río de Hacinas?) que con seguridad le habría sustraído a su abuelo en algún despiste de este, intentando pescar todos los renacuajos que pudiera. A pesar de que el método de recogida era muy poco eficaz, la perseverancia había podido más que la ignorancia y me mostró jubiloso nada más que me vio aparecer su espléndido botín: un frasco de Nescafé, de los grandes, lleno de agua del pilón donde nadaba con desesperación una decena de renacuajos. Los observé por un momento con cierta dificultad pues el agua era tan turbia y verdosa que apenas se distinguían las mínimas figuritas de aquellos proyectos de anfibios. Te recuerdo que por aquélla época el pilón era abrevadero habitual de cuantas vacas, burros, perros y cabras pasaban por allí (¿aún te acuerdas de aquella rica variedad faunística que poblaba las calles de nuestro pueblo?). “Eso está muy bien”, le dije, “pero... ¿ya has pensado qué vas a hacer con ellos?”. Se lo pensó un momento y me respondió tranquilo: “Voy a sacarlos del agua para verlos mejor y comprobar cuánto tiempo pueden vivir al aire”. Me sorprendió casi tanto su convicción depredadora como su inquietud biológica y le llamé la atención: “Se morirán”, le dije, “necesitan ese agua sucia para vivir hasta que se hagan adultos y puedan hacerlo fuera del agua. Se llama metamorfosis esa aventura que les toca vivir....bueno, si tú les dejas”. Me miró algo contrariado y desechando mis consideraciones zoológicas me volvió a abordar sin reparos: “¿Tú me puedes decir cómo podría deshacerme del agua que hay en el frasco sin perder los bichos?”.

La mañana era hermosa y fresca, una de esas mañanas del final del verano en las que el sol lucha por hacerse ver a través de las nubes y un aire traicionero se empeña en recordarnos que el otoño está muy cerca. Hice como que no le escuchaba mientras accionaba inútilmente la bomba de la fuente. “Hay que cebarla”, me dijo, “¿o es que no te das cuenta, mostrenco?”. Actué como que si no le oyera mientras dentro de mí debatía sobre la conveniencia de darle alguna contestación a su pregunta y colaborar así en el aniquilamiento de aquéllas inocentes criaturas o intentar convencerle de que los devolviera a su hábitat natural. Miré a sus ojos y noté tal determinación en sus intenciones que me quedé convencido de que todo esfuerzo por mi parte para evitar la previsible mortandad de aquellos embriones de rana era totalmente inútil. Opté, por tanto, por resolver su dilema con alguna idea práctica. “¿Has pensado en colarlos?”, le pregunté. “¿ Cómo?”, me dijo. “Está claro”, apunté, “con un colador”. Volvió a recapacitar unos segundos y me contestó: “....¡Ya está!, con el colador de la leche que tiene la abuela”. Le miré sobresaltado y le llamé la atención sobre los problemas higiénicos que podría tener hacerlo así, sobre todo si después la abuela continuaba utilizándolo para su uso principal. Soltó un exabrupto de calibre medio y se fue hacia Sancirbián arrastrando los pies y con su precioso tesoro en una mano.

Debo decir que me olvidé del encuentro y del pasaje, y eché en saco roto el probable sacrificio de aquellos inmaduros inocentes hasta que ya por la noche, mientras apuraba un refresco con algo dentro en el bar me lo volví a encontrar. “Hola”, me dijo, “ya he resuelto el problema”. “Ah, claro”, le contesté, “...lo de los renacuajos. ¿Y qué has hecho?”. Sacó de un fardel el frasco de Nescafé y me lo mostró orgulloso: parecía vacío pero observando el fondo se veían las figuras extenuadas y agonizantes de los renacuajos asfixiados. “Vaya, vaya”, le dije, “así que los colaste.....” “¡Colarlos!....¡qué va!”, dijo, y miró con sigilo a derecha e izquierda como intentando que nadie fuera testigo de la confesión que se avecinaba. Se acercó sigiloso a mi oreja izquierda y susurró triunfante: “¡Me he bebido el agua!”. Me quedé perplejo y volví a preguntarle, incrédulo: “¿Que has hecho qué?”. Frunció el ceño irritado ante el revuelo que mi insistencia amenazaba con provocar, y me volvió a repetir: “¡Que me he bebido el agua!”. Le agarré del brazo y le saqué fuera del bar. La calle estaba tranquila y, allá arriba, brillaba una luna redonda rotunda y luminosa. Me lo llevé a un rincón. “Ahora me vas a contar qué es lo que has hecho”, le conminé con gesto serio. “Nada”, me explicó, “como no encontré el colador de la abuela me bebí el agua que había en el tarro para dejar los renacuajos solos. Me han aguantao más de media hora sin agua”, comentó.

Hay momentos en la vida en que necesitas pellizcarte para creer lo que estás viendo u oyendo, y en esas me andaba sin salir de mi asombro hasta que, profundamente contrariado, le amonesté: “¿Pero cómo se te ha ocurrido hacer eso?.... ¿y si te has tragado alguno?....” Descuida”, me dijo convencido de su pericia, “he apretado muy bien los dientes y no ha pasado ninguno”. Me senté desolado en el poyo de cemento y me paré a pensar mientras le miraba con incredulidad. Evidentemente, que se hubiera tragado algún renacuajo era lo de menos. Sabido es que aquello que no acaba con nosotros nos sirve de nutrición y que el tubo digestivo tiene el mérito de desechar todo lo que no absorbe. Era más problemático predecir las consecuencias de la ingestión de toda aquella agua verdosa y turbia, de aspecto repugnante, cuya concentración de gérmenes patógenos sería altísima, y en la que hasta hacía poco nadaban a sus anchas los infelices retacos, tan ignorantes de su origen como de su fatal destino. Le atraje hacia mí hasta colocarle debajo de la farola y le inspeccioné con cuidado los ojos, la lengua y el abdomen a través de la camiseta. Nada anormal llamaba la atención, pero me sentí obligado a realizar además un interrogatorio detenido: “ ¿Te duele la barriga?”, le pregunté. “No”, me contestó. “¿Has notado fiebre?”, proseguí. “No”, dijo. “¿Has hecho tus necesidades?”. Se separó de mí con un gesto brusco, molesto ya por tanta cuestión y porque la conversación fuera derivando hacia aspectos más bien escatológicos. Comprendiendo que en esas circunstancias perdía el caso y el enfermo, consideré que ya que había fallado la medicina preventiva había que darle una ocasión a la asistencial si es que fuera necesaria, que yo presumía iba a serlo. “Hagamos algo”, le propuse, “no diremos nada a nadie, ni a tu abuela, por supuesto, pero tú me vas a prometer que si te pones malo vendrás a buscarme”. “Vale”, me dijo con poco afán y se dio la vuelta con sus renacuajos muertos, muy ufano de la gran hazaña que había realizado él solito.

Pasaron los días mientras yo buscaba cualquier excusa para encontrármelo y examinar cómo evolucionaba el proceso. Cuando nadie lo sospechaba le tomaba el pulso o analizaba con detenimiento cualquier rasgo del color de su piel o de su humor intentando descubrir una verdad que él pudiera ocultarme. “Ven acá”, le decía en cualquier lugar, “¿de verdad que no tienes diarrea?”. “Que no te digo”, me contestaba el mocoso. “¿Ni siquiera una caquita un poco fea?”, continuaba yo. “Que no, pesao...déjame tranquilo ya”, me soltaba indignado. “Bueno, bueno,” proseguía yo, “déjame que te tome el pulso y dejo que te vayas.....”. Aprovechaba también cualquier encuentro con su abuela para indagar con discreción su historial clínico y sus antecedentes: “¿Así que no sabe si está vacunado de las tifoideas?”, dejaba caer como distraídamente. “Pues no lo sé, la verdad....”, me decía ella algo inquieta. “¿Y del cólera?”, continuaba yo. “Pues tampoco lo sé”, proseguía la mujer con gesto de preocupación, “¿pero es que le pasa algo a mi nieto?”, me preguntaba entonces. “No, mujer”, intentaba tranquilizarla, “es que las abuelas deben estar al tanto de todas esas cosas..... ande, llame a su madre y se lo pregunta...”

Recuerdo también que me prodigaba durante aquellos días en visitas inexplicables a su casa (“Pasaba por aquí y me he dicho, vamos a tomar un café ...”) intentando escuchar cualquier comentario accidental sobre la frecuencia de las visitas del muchacho al baño, o para intervenir, sibilinamente, en el posible curso de los acontecimientos: “Tienen que darle mucho arroz”, comentaba yo como sin venir a cuento, “el arroz es una fuente de energía de incalculable valor para estos muchachos que están en una edad de mucho desgaste. Y si es a base de agua de limón mejor.....”

Pero pasaron los días, e incluso las semanas y, sorprendentemente, el muchachito inconsciente de lo único que daba señales era de tener una salud de hierro. Yo, la verdad, no salía de mi asombro, y debo reconocer que aquél suceso, además de otras cosas, fue para mí, por entonces galeno novato y primerizo, una enseñanza de esas que no puedes aprender en los libros. No dudo que sea cierto que, continuando con la riqueza de la tradición oral, el agua corriente no mata a la gente, pero por lo que viví entonces, el agua moderadamente estancada, sucia de solemnidad y llena de renacuajos, tampoco. Y que la susceptibilidad individual ante algunos gérmenes nocivos es un dato determinante sobre la evolución de algunas exposiciones intestinales de mucho riesgo. Han pasado muchos años, y he guardado este secreto hasta ahora como un tesoro. Al leer la interesante aportación de Ramontxu no he podido evitar aportar este relato de protagonista anónimo al inventario de historias del pilón de Los Cubillos y de toda la diversidad biológica que encierra.

Cuando vea pasar este verano de nuevo al rey de los renacuajos, hecho ya un hombre de fundamento y exultante de salud, prometo no volver a analizar secretamente, como hago desde entonces, qué aspecto tiene, si le veo o no mala cara, o si percibo alguna urgencia por su parte en buscar un baño donde aliviarse.


Recibe un saludo de tu amigo,


José Manuel Díaz Olalla


(Publicado como "Carta a la Directora", en la Revista "Amigos de Hacinas" en el numero 103, Julio de 2005)