lunes, 17 de diciembre de 2007

EL SEISCIENTOS






Recientemente, mientras paseaba por un pequeño pueblo italiano al pie de los Alpes Dolomitas, presencié una escena que me trajo a la cabeza recuerdos imborrables de mi infancia en Hacinas. Una familia se instalaba a duras penas en un pequeño utilitario cargado de maletas mientras un grupo nutrido de personas del lugar se arremolinaba alrededor para despedirles. “El fin de las vacaciones”, pensé, y sin poder evitarlo mi mente voló a Hacinas, muchos años atrás, cuando mi familia protagonizaba, año tras año, una escena similar rodeada de amigos, vecinos y familiares.

Era ese, sin duda, uno de los días más feos del año. Uno de esos días tristes y angustiosos que había que vivir obligatoriamente. Hablamos de una época en que un viaje largo por carretera (de Hacinas a Ciudad Real o, años después, de Hacinas a Madrid) era una aventura arriesgada. Generalmente los preparativos empezaban varios días antes con el desarrollo de actividades de diferente índole, tales como la organización, clasificación y embalaje de maletas, cachivaches y regalos, la selección y envoltura de comida –“…como el chorizo de aquí no hay nada, anda majo llevaros otra sarta que en Madrid no tenéis de esto; el de la última matanza ha salido mucho bueno…”-, y la puesta a punto del motor del vehículo. De esta manera todas estas cosas ocupaban el tiempo de esas jornadas, cargadas de frenesí y de amargura ante el final de una época mágica –los veranos en Hacinas siempre lo eran- y la inevitable despedida de familiares y amigos.

Una epopeya en realidad si pensamos cómo eran las carreteras de entonces y los vehículos con que nos movíamos. Ahora hacemos un viaje de esos a los que me refiero como el que se da un paseo. Pero en los años 60, y aún en los 70, la pequeña hazaña era muy digna de considerar. Algunos historiadores locales de la época contemporánea me han asegurado en alguna ocasión que el primer SEAT 600 que tuvo mi padre fue el primer vehículo particular a motor que se vio circular por las calles y los caminos de Hacinas. Se trataba de un coche matrícula CR-10257, de color verde claro, con baca y embellecedores, y comprado posiblemente en el año 1961. Aunque casi no lo recuerdo siempre me han contado que montarme en él era mi delirio y que no me cansaba de presumir delante de mis amiguitos.

- Cuando venga mi padre a buscarnos para llevarnos a Madrid le voy a decir que nos lleve a todos de excursión…
- ¿Y nos llevará a Burgos?
- Eso está muy lejos… le diré que nos lleve a las piscinas.
- ¿A las piscinas? Ya están los veraneantes haciéndose los chulos…
- Déjales, bien tontos que son…

Recuerdo bien los viajes que nos daba a las piscinas de Navaleno o a las de San Leonardo o incluso, el día que nos sentíamos más valientes, a las de la Yecla. Y aunque las excursiones veraniegas estaban muy bien nada era comparable con la solemnidad y la gravedad con que se preparaba la partida del final de vacaciones. De alguna manera era un acontecimiento triste en la vida de la familia. Una separación dolorosa agravada por las limitaciones de la comunicación y del transporte propias de la época de infra-desarrollo de la que hablamos, y sobre la que permanentemente sobrevolaba la incertidumbre de saber si volveríamos a encontrarnos nuevamente, tanto por la edad de algunos como por el riesgo que corrían otros al viajar de esa manera con esa alegría.

Partíamos hacia la aventura con el 600 cargado hasta los topes, la baca repleta, renqueando en cada cuesta, sin unos cinturones de seguridad que todavía no se habían inventado y dispuestos a recorrer más de 250 kilómetros por una carretera nacional de la que hoy tan sólo quedan vestigios en forma de vías de servicio o de caminos rurales (algún día descubrirán restos de la antigua N-I y los analizarán como a las ruinas de Clunia). Piloto y copiloto vigilaban la temperatura del motor a cada rato por si se calentaba, circunstancia esta muy frecuente, en especial en algunos momentos más delicados del viaje, como cuando coche, bultos, maletas, matanza, algún pollo vivo que se había unido a última hora, familia y todo encaraba las primeras cuestas del Puerto de Somosierra detrás de un camión al que ya no podrías adelantar, y con suerte, hasta Alcobendas.

Aquél coche debió ser uno de los primeros que se fabricaron en España, ya que según relatan los anales el primer SEAT 600 que salió de la fábrica lo hizo el día 26 de junio de 1957: antes de que un servidor naciera. Podemos decir por ello que yo, aquí donde me tienen, soy posterior al SEAT 600, aunque poco. Años después mi padre, fiel a sus principios, compró otro 600, en este caso de color azul, matrícula M-755075, que es el que yo recuerdo con más claridad porque lo usé hasta su final. Pero, aunque casi idéntico al anterior, jamás llegó a emocionarme tanto ni a regalarnos a todos las tardes de alegría y gloria que nos dio el primero. Y lo digo a pesar de que con el último hemos corrido también aventuras muy notables, como esa que se observa en la foto de atravesar el Cerro de Huerta en plena nevada con familia y maletas incluidas. En todo caso nada tan impactante como las vividas con el primero de la serie. El original. El que marcó una época.

Hubo una época en la historia reciente de Hacinas que el final del verano presagiaba viajes de aventuras, separaciones dolorosas y prolongadas y la incógnita de si volveríamos a encontrarnos. Hubo una época no tan lejana en que veraneantes e hijos desterrados por la necesidad afrontaban el final de las vacaciones como si se tratara de uno de esos espejismos que, cuando pasan, nos muestran de nuevo la realidad cruda de nuestras vidas.

Hubo una época reciente en la historia de nuestro pueblo en el que la llegada del 600 y de otros artilugios a motor que vinieron después nos anunció la gran noticia de que un tiempo nuevo estaba empezando también para nuestro pueblo.




Manuel Díaz Olalla

(Publicado en la Revista Amigos de Hacinas, nº 117, 3er trimestre de 2007)