lunes, 24 de enero de 2005

Rigurosos Inviernos


Escuché a mi madre cientos de veces quejarse, casi con una nostalgia mal disimulada, de que los inviernos ya no son lo que eran. Y en esto, fíjense, coincidía con las impresiones de otros muchos contemporáneos suyos.

- Bueno, esto ni son inviernos ni son nada. Una birria es lo que son. Antes eran otra cosa. Eso sí que era pasar frío de verdad…

Y, en fin, de tanto oírlo lo fui incorporando a esa serie de verdades absolutas que se asumen para siempre y generan en nosotros un sistema de valores que, al final, determinan cómo entendemos la vida, cómo comprendemos las cosas que suceden y, si me apuran, hasta cómo distinguimos el bien del mal.

Para que ninguna duda pudiera albergar sobre la gélida veracidad de esa consideración tanto mi madre como otros intrépidos teóricos del cambio climático basado en la evidencia, adornaban con curiosos y anecdóticos datos sus hipótesis. La abuela, allí delante, en el comedor, mientras se colocaba los faldones de la mesa camilla encima de las piernas asentía con la cabeza a cada rato.

- Mira, Manolín, cómo se nota que no sabes nada de la vida, que sois unos gurriatos que os creéis que estáis de vuelta de todo y en realidad acabáis de salir del cascarón. Cencerro, que eres un cencerro, atiende cuando te hablo. Lo de ahora ni es nevar ni es nada. Cuando yo era niña hubo años en que tras la caída de la primera nevada los mozos hacían un muñeco de nieve grandísimo y lo colocaban en Sancirbián, ahí en eso, dónde la umbría, ¡y duraba todo el invierno! No se deshacía hasta que llegaba la primavera.

Y el niño Manolín abría los ojos bien grande y se ponía a temblar sólo de pensar en el frío que tenían que pasar.

- Abuela, eche para acá una manta que me dan escalofríos sólo de pensarlo.

- No seas mostrenco que estamos en Agosto... Y aguarda un poco que ya vendrá el frío, ya...

Si les cuento todo esto es para demostrarles que, aquí donde me tienen, soy un ser humano que se ha criado con el concepto del calentamiento global muy arraigado en su culturilla particular. Por eso para mí el hecho de que la temperatura media de la tierra suba es algo tan asumido y tan natural como que dos y dos sean cuatro, que el sol se ponga por el portillo dicho de Santiago, o que para coger las moras más gordas había que subirse al moral de Basilio. Me extraño más bien del estupor que provoca este tema en algunos a estas alturas. Y me pregunto ¿es que en su pueblo los mozos no harían un muñeco de nieve grande que pasada la novedad de los primeros días dejaba de ser adorno para convertirse en termómetro popular durante todo el invierno?

Y todo esto a pesar de que para mí Hacinas es sobre todo el verano. Y que mi experiencia invernal de nuestro pueblo es más bien escasa y se fundamenta sobre todo en los relatos de los mayores. Por eso no tengo más remedio que ilustrarme escuchándoles a ellos o consultando internet. A mayor abundamiento de datos y referencias me puedo referir aquí a la descripción de Hacinas que figura en la página web municipal. Allí se dice:

Hacinas pertenece a la provincia de Burgos (España) y está situada en la N-234 a 79 Km. de Soria y a 59 Km. de su capital. Los 1.005 m. de altitud le aportan unos inviernos fríos y rigurosos y unos veranos agradables.

Rigurosos: esa es la expresión más inquietante de todas. Yo prefiero pasar un invierno gélido, helado e incluso glacial, antes que un invierno riguroso. A pesar de ello, si al que escribió la reseña le parecen rigurosos los inviernos de ahora es que nadie le debió contar cómo eran antes. No quiero pensar lo que le parecerían aquellos de los que hablaba mi madre mientras mi abuela, y otros contertulios contemporáneos, asentían con la cabeza mientras tiraban de faldón de la mesa camilla para cubrirse los muslos y mojaban en el café con leche otra galleta María, en aquéllas tardes de tertulia estival.

Pero vivimos tiempos de desmitificación y, un día sí y otro también, sale alguien que te desmonta alguna verdad absoluta y te deja como desnudo y necesitado de otra verdad para llenar el hueco irremediable. De esta forma alguien me contó hace tiempo que los inviernos entonces en realidad no eran tan severos y que esas impresiones sólo forman parte del imaginario colectivo y no se basan en datos reales. Que alucinaban, vamos. Es decir, te dicen que tu madre y tu abuela no te contaban la verdad, que te mintieron durante años, como si fueras un tonto, y que toda aquélla gente que merendaba en casa les seguía la corriente para engañarte mejor, y se quedan tan anchos. Y lo peor es que estos sabios modernos de pacotilla te dicen estas cosas con una parsimonia asombrosa, utilizando una jerga técnica casi incomprensible para un lego en la materia, poniéndote delante un montón de informes y luego te dan una palmadita en la espalda, esbozan una sonrisa sarcástica y se dan la vuelta como si tal cosa. ¡Qué falta de sensibilidad! ¡Qué poca consideración!

Y como te ven incrédulo y desconcertado te invitan a que leas el informe científico del Instituto de Meteorología, aquél que cuenta con cifras que desde el inicio del siglo XX hasta la actualidad la temperatura media de la tierra ha subido solamente algo menos de un grado centígrado. Y la meseta española entra dentro de las zonas donde esta subida ha sido más canija. Admiten, eso sí, que es posible que ahora haya menos olas de frío y las temperaturas mínimas en las noches de invierno no sean tan extremas. Y, bueno, me agarré a esta noticia como a un clavo ardiendo porque me negaba a admitir que aquél rigor invernal de la infancia de mi madre fuera tan sólo un espejismo agrandado en el sentir colectivo por circunstancias tales como que las casas no tenían buena calefacción, ni la gente adecuada ropa de abrigo y, por tanto, la sensación térmica era más crítica de lo que la realidad comparativa nos recomienda pensar. En parte puede que fuera por eso, y no exactamente porque hiciera mucho más frío, por lo que aquélla generación sufriera más las bajas temperaturas.

Cuando llegué a esta conclusión me quedé algo aliviado. El cambio climático era para mi madre y mi abuela una evidencia sin matices y descubrir a estas alturas que todo ese fenómeno se podía cuantificar en menos de un grado de incremento de la temperatura desde 1900 a nuestros días me llenó de zozobra. La sensación térmica vino en mi auxilio mientras archivaba en alguna zona recóndita del mesencéfalo ese contraste aparentemente incoherente de información. Mientras lo hacía recliné la cabeza y recordé de nuevo aquéllas tardes de conversación pausada y merienda en casa de mi abuela.

- Ahora ni hay inviernos ni nada. Cuando tu madre era chica caía una nevada y al día siguiente teníamos que salir con palas a la calle para hacer caminos para que los que los chicos pudieran llegar a la escuela. Y así todos los inviernos. ¿O no es verdad?

- Diga usted que sí, Señora Margarita, y traiga algunas pastas más que por este lado de la mesa nos hemos quedado in albis.

El calentamiento global es una realidad que marcará el futuro de la humanidad. Al Gore, el hombre que fue el próximo Presidente de los Estados Unidos antes de convertirse en el profeta moderno del cataclismo, lo ha anunciado. Tuvo magníficos predecesores en mi abuela, mi madre y otra mucha gente de su generación que gustaban de hacer predicciones alrededor de una mesa camilla. Por ellos supimos que hubo una época en Hacinas en que los muñecos de nieve aguantaban un invierno entero y que los lobos se paseaban por delante del Ayuntamiento con bufanda. Si alguna vez le dicen que no debía ser para tanto y le quieren enseñar un informe encabezado por el título “Evolución histórica de las temperaturas en España en el siglo XX”, ni se le ocurra leerlo. Está lleno de cuentos.

No me extraña que lo hayan escrito en el Instituto de mentirología.



Manuel Díaz Olalla
(Publicado en "Amigos de Hacinas", primer trimestre de 2005)
Ilustración de Pere Carbonell

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