Para la gente que, como yo, dice ¡Viva Hacinas, que es mi pueblo...!
lunes, 5 de diciembre de 2011
sábado, 19 de noviembre de 2011
Reunión XXXII de los amigos del cordero lechal: "el año del tacómetro"
Se celebró con todo éxito de público y crítica la reunión número XXXII (o sea, 32º, que se dice pronto) de la cuadrilla (que diría Julito) de los amigos del cordero lechal. Pasará a la historia de las reuniones con el sobrenombre de: "el año del tacómetro".



Un día fantástico. A por la XXXIII !
Con cariño,
Manolo
domingo, 31 de julio de 2011
¡Tres mil gracias!
Queridos amigos:
Acabo de comprobar que uno de vosotros ha realizado la visita nº 3.000 a esta página (al menos la tres mil desde que puse el contador de visitas).
Reconozco que me gustaría tener con vosotros, ¿cómo decirlo?, una relación más interactiva, pero por lo general y por lo visto no sois muy dados a dejar comentarios.
Pero quería daros las gracias por estar ahí y por interesaros por estas cosas que publico.
Sé que seguís esta página desde diferentes partes del mundo y me llama la atención las visitas tan numerosas que registra de Latinoamérica y de Italia. Me gustaría conoceros, así que no dudéis en escribir los comentarios que consideréis oportunos.
Gracias a todos. Seguiré, en la medida de mis posibilidades, escribiendo estos relatos que espero continúen siendo de vuestro agrado.
Tres mil saludos y otras tanta gracias,
Manolo
Acabo de comprobar que uno de vosotros ha realizado la visita nº 3.000 a esta página (al menos la tres mil desde que puse el contador de visitas).
Reconozco que me gustaría tener con vosotros, ¿cómo decirlo?, una relación más interactiva, pero por lo general y por lo visto no sois muy dados a dejar comentarios.
Pero quería daros las gracias por estar ahí y por interesaros por estas cosas que publico.
Sé que seguís esta página desde diferentes partes del mundo y me llama la atención las visitas tan numerosas que registra de Latinoamérica y de Italia. Me gustaría conoceros, así que no dudéis en escribir los comentarios que consideréis oportunos.
Gracias a todos. Seguiré, en la medida de mis posibilidades, escribiendo estos relatos que espero continúen siendo de vuestro agrado.
Tres mil saludos y otras tanta gracias,
Manolo
sábado, 30 de abril de 2011
Cuéntenme cómo pasó
Vivimos en un lugar privilegiado. Los de Hacinas, me refiero. Incluso los que no vivimos allí todo el año, incluso los que vamos más bien poco, todos, tenemos esa suerte. Porque, todos, aún durante nuestras prolongadas ausencias, vivimos allí. O, al menos, es lo que sentimos. Sé que más de uno estará pensando: “Claro, claro, todo eso está muy bien, pero para decir eso hay que pasar aquí los inviernos, por ejemplo, y pasear las calles incluso los días que no son de fiesta”. Y si lo dicen yo no tengo nada que objetar. Pero los que somos de Hacinas siempre sentimos, un poco, que vivimos allí. Y ese lugar y su entorno, es, sin duda un sitio privilegiado. He oído muchas veces a más de uno lamentarse porque nuestro pueblo carece de recursos naturales dignos de mención o de tierra fértil y clima favorable que proporcione cultivos de alto rendimiento comercial. Y, a estos, tampoco les falta razón. Sin oro, sin petróleo, sin coltán, sin ni siquiera unos aguacates, hemos hecho lo que hemos podido. Secano cerealista y gracias. Los entendidos que expresan esta opinión culpan a esta carencia de haber actuado como un auténtico lastre para nuestro desarrollo económico local.
No hay mucho que objetar a eso. Tan sólo que las cosas tienden a cambiar y lo que antes no tenía valor puede que lo adquiera en pocos años. Como parece estar ocurriendo. El paisaje, un suponer. Cada vez se valora y se busca, con más ahínco, ese lugar privilegiado por la naturaleza que le llene a uno de paz, tranquilidad y plenitud, que sature los sentidos de placidez, un habitat, que se dice ahora, que colme los sentidos y nos ayude a encontrarnos con nosotros mismos en un mundo, como el actual, donde ese placer es algo más que un bien escaso. Bueno, y de eso, tenemos hasta para regalar. Explotar esa riqueza inigualable exige un decidido impulso a la industria turística y en eso llevan trabajando, con muy buen criterio, munícipes y líderes locales desde hace algunos años. Bien hecho.
No sé hasta qué punto la conocida riqueza de nuestro subsuelo en bosques de piedra ha contribuido a ello, aunque por lo que veo, lo ha hecho en gran medida. Esos árboles fósiles duermen bajo nuestros pies y algunos de ellos, con mucho esfuerzo y pocos medios, fueron levantados por intrépidos y visionarios hacinenses hace algunos años. Inconscientes, como estaban, de que apoyaban decisivamente el desarrollo de nuestro pueblo, no pudieron calcular entonces el auténtico alcance de tan singular iniciativa. Y hoy esa riqueza insospechada se ha convertido en uno de los atractivos más señalados en todos los documentos de información turística y páginas web dedicadas a ello, como uno de los aspectos más singulares de Hacinas.
- ¿Eres de Hacinas? – te dicen- …. ¡ah, sí!, el pueblo de los árboles fósiles.
Tanto así que, últimamente, y a falta de otras contribuciones más relevantes al desarrollo local, uno presume delante de amigos y curiosos de haber formado parte del grupo de pioneros que sacó a la superficie y levantó el primero y más significativo de ellos. El que se levanta, en la actualidad, frente al Centro de Interpretación. Si encuentro desconfiado a mi interlocutor cuando relato la hazaña, busco rápidamente alguna de las fotos de aquél día y observo cómo se incrementa ante sus ojos mi prestigio y la admiración de quien me escucha. Si me preguntan la fecha me quedo sin respuesta, lo de la memoria ya es crónico y, para mi desgracia, en aquélla época las cámaras fotográficas analógicas no dejaban sobre las imágenes la fecha y la hora. Pero eso tan poco es un problema. Cualquiera de los protagonistas que en ella aparecen (en plena faena o durante el almuerzo) la recordarán, o sabrán donde buscarla, ya que ese momento ha pasado a considerarse como uno de los hitos recientes de nuestra historia. Se acordarán, seguro, de cómo era aquélla mañana y hasta de cómo olía el aire en Las Tresineras.
Yo, pazguato adolescente como bien se aprecia, lo vivía como algo curioso y divertido, como un buen motivo para la excursión mañanera y seguro que enredé más que ayudé. Recuerdo cómo se trasladó el ejemplar rescatado hasta su actual emplazamiento a lomos del remolque de un tractor y cómo tuvimos que esperar una mañana fría que llegara una grúa de TAM a ponerlo en pie. En aquél momento sublime, la verdad, se hizo cualquier cosa menos un trabajo fino. Ni arqueológico, siquiera. Hoy en día quizás nos hubiéramos ganado una sanción por parte de la Dirección de Patrimonio o del Ayuntamiento por el manejo tan poco profesional de la pieza. Entonces nos pareció que lo hicimos con destreza. Pero, a falta de otras ilustraciones más explicativas de cómo pasaron las cosas, lo que sí puedo decirles es que si han visto algún documental en el que un equipo de técnicos va recuperando los hallazgos de la tumba de Tutankamon, por ejemplo y si lo han visto, con ese detalle, con ese mimo, nada más distinto y opuesto al proceso de recuperación y levantamiento de la pieza que efectuamos.
Siento orgullo de haber estado allí, a lo mejor estorbando más que ayudando, en aquél momento histórico de nuestro pueblo. Creo que, sin saberlo, iniciamos un camino de validación de nuestras riquezas que ha contribuido decisivamente a las nuevas perspectivas de desarrollo de Hacinas. Como tengo una malísima memoria -no sé si ya se lo he dicho- propongo a los protagonistas de aquélla hazaña, que aparecen en la fotos, me ayuden a esclarecer los hechos y escriban en estas páginas cómo fue todo aquello. Lo cierto es que poco tiempo después de ese significado día mis amigos se fotografiaban a lado de la pieza pétrea, con sus pantalones de campana, como si junto a Shakira estuvieran posando. Todo un éxito.
Con frecuencia, ante algunas imágenes antiguas, recuerdo vagamente los sucesos y, a partir de esos exiguos datos, me imagino todo lo demás. Les confieso que eso lo he hecho muchas veces en estas páginas. Para que no vuelva a caer en el mismo vicio y para que los lectores de esta revista sepan de boca de sus protagonistas los detalles de aquélla mañana singular, ruego a los componentes de la cuadrilla de rescatadores nos den luz sobre los hechos. Ojalá que me hagan caso al menos en esto.
Manolo Díaz Olalla

Nota del Autor.- Husmeando en mi hemeroteca particular he re-descubierto un magnífico reportaje del querido y recordado Ventura, titulado "Veinte años de colaboración popular en Hacinas", que fue publicado en el número 75 de esta revista (tercer trimestre de 1997), en el que el autor rememora, entre otros hitos de la historia reciente de nuestro pueblo, el descubrimiento y puesta en pie del "Primer árbol fósil". Recomiendo a todos su lectura y si en algún detalle mi humilde relato no coincidiera exactamente con el que hace Ventura (q.e.p.d.) de tan insigne acontecimiento les sugiero que no lo duden: él tiene razón. La memoria, como sabemos, a ciertas edades comienza a flaquear. La mía, yo lo noto, ya adolece de éso y a veces hace que, sin querer, ponga el carro, o sea los árboles fósiles, delante de las vacas.
(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas" Nº 131, 1er trimestre de 2011)
domingo, 30 de enero de 2011
Las niñas
Las niñas no tuvieron esa suerte. Pasaron por la niñez, y ahora por la adolescencia espléndida y
sorprendente, sin esa suerte que yo tuve y tengo de tener un pueblo, que es mi pueblo.
Las niñas son listas, ingeniosas, guapas. Las niñas son lo mejor que yo conozco. Las niñas son todo eso y más cosas, y les tengo que asegurar que no me ciega la pasión de tío carnal que me involucra con ellas. Pregúntenle a cualquiera que las conozca. Pero las niñas, mis niñas, caminan por la vida con ese problemita inevitable de ser de Madrid. Así, a secas. Ellas no pueden decir, como yo, que son de Hacinas. Aunque no lo sea del todo, ya me entienden. Un amigo mío tiene la teoría de que el hombre es de donde pace, no necesariamente de donde nace. Así, si en la vida uno encuentra un lugar que uno mismo reconoce como suyo, y las gentes de ese lugar tienen el sentido de que uno es parte de esa comunidad que ellos mismos componen, no cabe ninguna duda que ese individuo es de allí, aunque haya nacido a diez mil kilómetros de distancia. Esa mutua relación de pertenencia, esa corresponsabilidad que se establece en las señas de la identidad, son las que definen, sin duda, de dónde es alguien.
Por ello, yo sí puedo decir en cualquier lugar que soy de Hacinas, aunque mi amigo Agustín me mire con el rabillo del ojo, y más de uno se crea con el derecho de revisar mi documento de identidad. Pero, fíjese usted lo que son las cosas de la vida, mis niñas, esas criaturas maravillosas a las que adoro, van por la vida con esa desazón inapelable de incluseras permanentes. Porque eso de ser de Madrid, es como si nada.
Como que uno no es de ningún sitio. Madrid es como un hospicio. Como un refugio general de apatridas, como un motel de carretera donde tiene que quedarse a dormir el que no tiene más remedio.
Mis niñas, las pobres, nunca corrieron por la Hontana, ni se escondieron perplejas en casa de su abuela cuando pasaba, sin avisar, la boyada, ni pasaron una tarde comiendo chorizo con pan mientras observaban una y otra vez el subir y el bajar de los reteles en el río, ni cogieron la bicicleta para subir la cuesta de Carazo, ni se escondieron nunca detrás del castillo a darle dos caladas a un cigarrillo furtivo ni a discutirle un beso primerizo y limpio a cualquier mocito presuntuoso.
No tenemos por qué decir las cosas que no son. Tampoco es eso. Si tenemos alguna ventaja aquí es porque nos conocemos todos y, como quiera que sea, calculamos siempre de qué pie cojeamos todos. Mi experiencia y mis conocimientos no me aportan lo que pudiéramos llamar un intenso bagaje cultural rural. No. Eso es así. Y si no que se lo pregunten a Carlitos, mi amigo, que desde hace tiempo goza de una manera casi enfermiza con mortificarme siempre que tiene la ocasión de poner en evidencia pública mi ignorancia rústica.
- A ver, ¿cuála pájara es aquella?.
- Una graja.
-¡Una graja!.
- Pues una picaraza.
- Desde luego, ya te vale, ¿es que no ves que es una milana?
No hay por qué presumir de lo que uno no sabe ni conoce. Pero a mis trece años ya había tenido la experiencia particular de haber conocido personalmente -quizás hubiera que decir animalmente- a más de doscientas gallinas. Bien, yo nunca olvidaré el día en que la mayor de las niñas se encontró de sopetón y a menos de un metro con la primera gallina viva de su vida. Ella tenía trece años y había visto algunas gallinas en la televisión y otras tantas, empaquetadas y con el sello de garantía de "El Corte Inglés" estampado al lado del precio, que dormían, por temporadas, en el frigorífico de su casa. Pero aquella tarde de Abril, en el pueblo de Navacerrada, iba a vivir una de las experiencias más fuertes de su vida. Se encontró con ella de repente, sin avisar, al doblar una esquina. Diremos de verdad que el susto fue mutuo. Ambas, niña y gallina, se miraron fijamente conteniendo la respiración. Pero, finalmente, pudo más ella, la gallina. Itzíar, que así se llama la niña de la que hablo, salió corriendo despavorida por la ladera de la misma manera que usted o yo lo haríamos si al salir de nuestra casa una mañana descubriéramos ante nuestra puerta a un marciano con antenas y todo. Fue muy fuerte aquella experiencia, deberemos reconocerlo. Y eso que la niña ya había conocido personalmente un avestruz. A mí me extrañó, no obstante. Según se mire, una gallina es como un avestruz pequeño. Así que no hay por qué ponerse tan nerviosos.
Yo creo que eso, el no tener pueblo, acaba marcando la vida de la gente. En la manera de comer, por ejemplo. Estas niñas maravillosas no saben comer. Todavía recuerdo un día que las invité a comer un cocido con todo. Como el que hacía la abuela. Ya saben: su sopa de pan, su sopa de fideos, sus garbanzos, su repollo sofrito, su carne, su chorizo, su tocino de mojar y su relleno. Como el que preparaba la abuela por la mañana en el hogar, al fuego lento de la leña derretida. Bien, allí estaba yo. Con aquella mesa preparada después de toda la mañana en la cocina. Estaba dispuesto a que supieran lo que es una comida de verdad. Y allí llegaron ellas. Tan felices. Seguramente esperando espaguetis o arroz con tomate. Miraron todo aquello con detenimiento. Se retiraron por unos minutos a deliberar. En sus caras se dibujaba una mezcla de frustración y lástima por su tío aprendiz de cocinero. Finalmente me plantearon claramente la situación: me invitaban ellas a mí a comer una pizza o una hamburguesa en cualquier sitio y, a cambio de eso, nos íbamos a olvidar todos de ese lamentable episodio, como que no hubiera pasado nada. Bien, eso me tocó, yo congelé aquel cocido maravilloso y me comí una hamburguesa de plástico con mucho ketchup y algunas patatas fritas. Ellas se fueron felices, que es de lo que se trataba.
Comprendan mi punto de vista. Ellas no tienen la culpa. Pero ser de Hacinas marca para toda la vida. Y ellas, mis niñas, no han tenido la culpa. La vida ha sido así con ellas. Yo pretendo hace tiempo remediar ese problema en su educación. Y estoy dispuesto a regalarles un pedacito de mi pueblo si ellas quieren.
Son ustedes testigos de que si para el próximo verano no aparecen por allí, sólo será su propia responsabilidad.
Manolo Díaz Olalla
(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas" nº 70 en la lejanísima fecha del primer trimestre de 1996)
Nota del autor.- Las niñas de las que se habla, mis sobrinas Itziar y Maitena, ya no son tan niñas (como en aquél chiste famoso). Son ya dos magníficas mujeres. El tiempo pasa, ya saben.

Las niñas son listas, ingeniosas, guapas. Las niñas son lo mejor que yo conozco. Las niñas son todo eso y más cosas, y les tengo que asegurar que no me ciega la pasión de tío carnal que me involucra con ellas. Pregúntenle a cualquiera que las conozca. Pero las niñas, mis niñas, caminan por la vida con ese problemita inevitable de ser de Madrid. Así, a secas. Ellas no pueden decir, como yo, que son de Hacinas. Aunque no lo sea del todo, ya me entienden. Un amigo mío tiene la teoría de que el hombre es de donde pace, no necesariamente de donde nace. Así, si en la vida uno encuentra un lugar que uno mismo reconoce como suyo, y las gentes de ese lugar tienen el sentido de que uno es parte de esa comunidad que ellos mismos componen, no cabe ninguna duda que ese individuo es de allí, aunque haya nacido a diez mil kilómetros de distancia. Esa mutua relación de pertenencia, esa corresponsabilidad que se establece en las señas de la identidad, son las que definen, sin duda, de dónde es alguien.
Por ello, yo sí puedo decir en cualquier lugar que soy de Hacinas, aunque mi amigo Agustín me mire con el rabillo del ojo, y más de uno se crea con el derecho de revisar mi documento de identidad. Pero, fíjese usted lo que son las cosas de la vida, mis niñas, esas criaturas maravillosas a las que adoro, van por la vida con esa desazón inapelable de incluseras permanentes. Porque eso de ser de Madrid, es como si nada.
Como que uno no es de ningún sitio. Madrid es como un hospicio. Como un refugio general de apatridas, como un motel de carretera donde tiene que quedarse a dormir el que no tiene más remedio.

No tenemos por qué decir las cosas que no son. Tampoco es eso. Si tenemos alguna ventaja aquí es porque nos conocemos todos y, como quiera que sea, calculamos siempre de qué pie cojeamos todos. Mi experiencia y mis conocimientos no me aportan lo que pudiéramos llamar un intenso bagaje cultural rural. No. Eso es así. Y si no que se lo pregunten a Carlitos, mi amigo, que desde hace tiempo goza de una manera casi enfermiza con mortificarme siempre que tiene la ocasión de poner en evidencia pública mi ignorancia rústica.
- A ver, ¿cuála pájara es aquella?.
- Una graja.
-¡Una graja!.
- Pues una picaraza.
- Desde luego, ya te vale, ¿es que no ves que es una milana?
No hay por qué presumir de lo que uno no sabe ni conoce. Pero a mis trece años ya había tenido la experiencia particular de haber conocido personalmente -quizás hubiera que decir animalmente- a más de doscientas gallinas. Bien, yo nunca olvidaré el día en que la mayor de las niñas se encontró de sopetón y a menos de un metro con la primera gallina viva de su vida. Ella tenía trece años y había visto algunas gallinas en la televisión y otras tantas, empaquetadas y con el sello de garantía de "El Corte Inglés" estampado al lado del precio, que dormían, por temporadas, en el frigorífico de su casa. Pero aquella tarde de Abril, en el pueblo de Navacerrada, iba a vivir una de las experiencias más fuertes de su vida. Se encontró con ella de repente, sin avisar, al doblar una esquina. Diremos de verdad que el susto fue mutuo. Ambas, niña y gallina, se miraron fijamente conteniendo la respiración. Pero, finalmente, pudo más ella, la gallina. Itzíar, que así se llama la niña de la que hablo, salió corriendo despavorida por la ladera de la misma manera que usted o yo lo haríamos si al salir de nuestra casa una mañana descubriéramos ante nuestra puerta a un marciano con antenas y todo. Fue muy fuerte aquella experiencia, deberemos reconocerlo. Y eso que la niña ya había conocido personalmente un avestruz. A mí me extrañó, no obstante. Según se mire, una gallina es como un avestruz pequeño. Así que no hay por qué ponerse tan nerviosos.
Yo creo que eso, el no tener pueblo, acaba marcando la vida de la gente. En la manera de comer, por ejemplo. Estas niñas maravillosas no saben comer. Todavía recuerdo un día que las invité a comer un cocido con todo. Como el que hacía la abuela. Ya saben: su sopa de pan, su sopa de fideos, sus garbanzos, su repollo sofrito, su carne, su chorizo, su tocino de mojar y su relleno. Como el que preparaba la abuela por la mañana en el hogar, al fuego lento de la leña derretida. Bien, allí estaba yo. Con aquella mesa preparada después de toda la mañana en la cocina. Estaba dispuesto a que supieran lo que es una comida de verdad. Y allí llegaron ellas. Tan felices. Seguramente esperando espaguetis o arroz con tomate. Miraron todo aquello con detenimiento. Se retiraron por unos minutos a deliberar. En sus caras se dibujaba una mezcla de frustración y lástima por su tío aprendiz de cocinero. Finalmente me plantearon claramente la situación: me invitaban ellas a mí a comer una pizza o una hamburguesa en cualquier sitio y, a cambio de eso, nos íbamos a olvidar todos de ese lamentable episodio, como que no hubiera pasado nada. Bien, eso me tocó, yo congelé aquel cocido maravilloso y me comí una hamburguesa de plástico con mucho ketchup y algunas patatas fritas. Ellas se fueron felices, que es de lo que se trataba.
Comprendan mi punto de vista. Ellas no tienen la culpa. Pero ser de Hacinas marca para toda la vida. Y ellas, mis niñas, no han tenido la culpa. La vida ha sido así con ellas. Yo pretendo hace tiempo remediar ese problema en su educación. Y estoy dispuesto a regalarles un pedacito de mi pueblo si ellas quieren.
Son ustedes testigos de que si para el próximo verano no aparecen por allí, sólo será su propia responsabilidad.
Manolo Díaz Olalla
(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas" nº 70 en la lejanísima fecha del primer trimestre de 1996)
Nota del autor.- Las niñas de las que se habla, mis sobrinas Itziar y Maitena, ya no son tan niñas (como en aquél chiste famoso). Son ya dos magníficas mujeres. El tiempo pasa, ya saben.
jueves, 30 de diciembre de 2010
El rio
Lo cierto es que nunca tuvimos, en nuestra niñez, lo que podemos decir un río de fundamento. Tuvimos otras cosas, no digo que no, mucho campo para correr, mucho monte para tirar para arriba, muchas calles para aprender esconderites y algunas casonas para pasar la tarde y aprender las cosas de la vida. Pero río, lo que se dice río, nos tuvimos que conformar con lo que había y apañarnos como pudimos.
Al muchachito le hubiera gustado que su pueblo tuviera un río de cuidado, como el de Miranda, como el de Aranda, como el de Aranjuez. O algo menos aparatoso si hubiera venido al caso. Pero de más seriedad. Y, en fin, a pesar de todo lo aprovechamos como pudimos y, habrá que concluir, que le sacamos bastante jugo a pesar de todo.
Eran aquéllos, si todavía se acuerdan, años de cangrejos portentosos que se encaramaban a los aros de los reteles, primero, y a los bordes de las cazuelas, después, como si en ello les fuera la vida. Que les iba, por cierto. Las tardes se hicieron para coger cangrejos y allí estaban, en el río, en aquel río nuestro que no era gran cosa, es cierto, pero que de pozo en pozo era capaz de propiciar aquella explosión demográfica de crustáceos que ya, a costa de enfermedades y repoblaciones extranjeras, acabó como por encanto.
Eran unas tardes que el muchachito pasaba entre curioso y maravillado viendo el subir y bajar de los reteles y el engordar de los fardeles, allí, en cualquier recodo del río, bajo algún chopo de hermosa sombra, fumando algún goya o algún mencey si venía al caso, que casi siempre venía. Eran unas tardes que se pasaban entre la emoción de las capturas, el cuchichear permanente de las piezas en el caldero y las discusiones técnicas entre los expertos y los aficionados.
Eran tardes llenas de emociones que solían concluir en noches repletas de orgullo y satisfacción cuando llegabas a casa con aquellos trofeos impresionantes y los relatos inagotables de la hazaña presentida.
- Ese gordo de allí se me escapó por tres veces, pero siempre volvía. Y le dije a Manolo "vas a
ver tú como a la próxima lo engancho". ¡Y toma que lo enganché! Me arrimé a los escaramujos y
cuando volvimos a tirar p'arriba y le vi asomar le eché mano.
Era un río que engañaba. Le veías desde Fuentepeña, bien mirado, y no parecía que pudiera dar tanto jugo, pero lo daba, ya les digo. No era un río como para presumir, no, como hacían otros con los ríos de sus pueblos, pero nos conformábamos. Ni siquiera había como para sacar coplas.
Por el puente de Aranda;
se tiró, se tiró,
se tiró el tío Juanillo;
pero no se mató.
Las tardes de baño, en la presa, eran algo maravilloso. Más bien sorprendente. Inexplicable. Los muchachitos llegaban en manadas, en sus bicicletas y luchaban con ardor por ver quién se tiraba primero al agua. Era lógico. El primero encontraba el agua mansa y el fondo tranquilo. Pero a medida que aquéllo se iba llenando de bañistas el fondo se iba removiendo y el agua se iba transformando en una especie de chocolate en revolución que, finalmente, acababa por ser un lodazal impracticable. Pero daba lo mismo. La cuestión era refrescarse, pasar un buen rato y hacer algunas exhibiciones atléticas para no quedar mal del todo. Había exhibiciones muy didácticas y meritorias. En especial las que se hacían en forma de saltos desde la especie de trampolín habilitado a tal efecto. Saltos hacia adelante, hacia atrás. Mortales y con tirabuzón hacia adentro.
Al muchachito le hubiera gustado que su pueblo tuviera un río de cuidado, como el de Miranda, como el de Aranda, como el de Aranjuez. O algo menos aparatoso si hubiera venido al caso. Pero de más seriedad. Y, en fin, a pesar de todo lo aprovechamos como pudimos y, habrá que concluir, que le sacamos bastante jugo a pesar de todo.

Eran unas tardes que el muchachito pasaba entre curioso y maravillado viendo el subir y bajar de los reteles y el engordar de los fardeles, allí, en cualquier recodo del río, bajo algún chopo de hermosa sombra, fumando algún goya o algún mencey si venía al caso, que casi siempre venía. Eran unas tardes que se pasaban entre la emoción de las capturas, el cuchichear permanente de las piezas en el caldero y las discusiones técnicas entre los expertos y los aficionados.
- Más vale que arrimes aquél retel a los juncos porque ahí no vas a sacar nada. Mira que te lo he dicho veces.
- Lo que pasa es que teníamos que haber traído más asadurilla p'al cebo, porque con las lombrices no entran.
- Y no me digas que no, que en esta poza el otro día los sacaban a mano, que yo lo vi.
- Ese gordo de allí se me escapó por tres veces, pero siempre volvía. Y le dije a Manolo "vas a
ver tú como a la próxima lo engancho". ¡Y toma que lo enganché! Me arrimé a los escaramujos y
cuando volvimos a tirar p'arriba y le vi asomar le eché mano.
Era un río que engañaba. Le veías desde Fuentepeña, bien mirado, y no parecía que pudiera dar tanto jugo, pero lo daba, ya les digo. No era un río como para presumir, no, como hacían otros con los ríos de sus pueblos, pero nos conformábamos. Ni siquiera había como para sacar coplas.
Por el puente de Aranda;
se tiró, se tiró,
se tiró el tío Juanillo;
pero no se mató.
Por los puentes de nuestro río no se podía tirar nadie, porque era raro encontrar por debajo un caudal mínimo que asegurase la supervivencia. A lo mejor no se hubiera matado el tío Juanillo tampoco, porque las alturas de los puentes no eran para exagerar, pero una buena talegada no se la habría quitado nadie. Claro, a no ser que el tío Juanillo hubiera optado, como los muchachitos en las tardes de calor, por tirarse desde el trampolín que teníamos en la presa.
Eran tiempos remotos. Tiempos en los no se conocían las piscinas ni otras cosas que ha traído la civilización y el desarrollo.
- ¿ Vais a bañaros esta tarde?
- Sí, hemos quedado a las cinco.
- ¿Y puedo ir con vosotros?
- Sí, pero trae un bañador para mí.

Y si llegaba el caso, ejercicios de sincronización bajo el agua. Había uno en especial que era de gran temeridad pero quedaba muy vistoso. Consistía en meter la cabeza debajo del agua y sacarla después de un rato con la boca llena de agua escupiéndola hacia arriba. Este ejercicio era conocido por los expertos con el nombre de "la ballena", y se lograban con él efectos muy llamativos y sorprendentes, aunque con gran riesgo para la vida del atleta. Unas tifoideas o cosas peores llegados al caso.
La sesión podía acabar en el soto, sin ir más lejos, después del secado y del cambio de ropa, que si la tarde se ponía ventosa y las toallas se movían mucho podían regalar a los ojos del observante otro espectáculo audiovisual muy poco aleccionador.
- Coño cómo sopla hoy!
- Tapa y calla que se te ve.
Nunca tuvimos un río de fundamento, es la verdad. Pero le sacamos el jugo y hasta la gracia.
Manolo Díaz Olalla
(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas" nº 74, de primer trimestre de 1997)
(Fotografías por gentileza de: http://www.lancara.org/Fotos/index.html, Excmo. Ayuntamiento de Hacinas y "La Voz de Pinares")
Nota del autor.- Hace unos meses el muchachito, que ya no es tal, volvió al río después de muchos años. Y recordó unas cuantas cosas que tenia dormidas allí en la cabeza. Y tuvo la impresión de que con las cosas de ahora estos muchachitos que se las dan de listos se quedan sin aprovechar todo lo bueno que todavía queda. Como las tardes en el río. Ese río nuestro que, no nos engañemos, nunca ha sido gran cosa, pero que supimos exprimirle el jugo como si fuera un río grande. Como el de Aranda. Aunque no sea navegable.
domingo, 7 de noviembre de 2010
Se celebró la XXXI reunión de la Cofradía de Amigos del Cordero Lechal (con todo éxito de público y de crítica)
Sí, amigos, de nuevo nos reunimos. Fue el 30 de Octubre y, según los contables, lo hicimos para cumplir la edición XXXI de tan espléndido evento.
En esta ocasión visitamos el Monte Santiago, con el espectacular salto del Nervión, la ciudad de Orduña y el pueblo de Berberana en donde comimos fabulosamente en el Restaurante Amparo.
Bueno, todo inmejorable, desde los aspectos culturales y paisajísticos hasta lo puramente gastronómico.... porque, de la compañía ¿qué decir?... como siempre lo mejor!
Es cierto que, como comentaron los asistentes, se está llegando a un nivel de calidad en la organización, los lugares, las visitas y los establecimientos dificilmente superables. Enhorabuena a todos, en especial a quienes han organizado excelentemente los últimos encuentros: Julio y Alberto.
lunes, 1 de noviembre de 2010
Volver a las fiestas de Santa Lucía (crónica breve de sentimientos atropellados aunque sinceros)
Volver…. Esa es la cuestión. Tras una triste aunque inevitable ausencia, la del año 2.009, a las fiestas de Santa Lucía, he vuelto de nuevo a la campa de la ermita el tercer domingo de Septiembre, como mandan los cánones siempre que el día de San Mateo no se adelante a esa fecha, con el ánimo de reencontrarme con mi gente y de borrar, de un sólo golpe y por si fuera posible, ese baldón de un año de ausencia que había emborronado muy torpemente mi biografía personal tras una trayectoria de una vida entera sin falta ni tacha alguna. Lo hacía con el inmenso placer que en esta etapa de mi vida supone para mí volver a ver a amigos y familiares este día mágico para todos los hacinenses. Un día que posiblemente sea uno de los más especiales del año sobretodo ahora que, por las obligaciones y otros engorros de la vida, mi presencia se hace cada vez más escasa y casi siempre alrededor de algún suceso puntual, bien sea gozoso (la reunión gastronómica de amigos el último fin de semana de Octubre) o doloroso, cuando el acontecimiento que nos junta es algún suceso triste. Como ven, en fin, como los misterios del Rosario que recitaba la abuela en aquéllos atardeceres de mi infancia.
Este año, además, esta visita festiva tenía para mí un alcance y un interés diferente: enseñar este acontecimiento inigualable a mi mujer, Katiuska, quien lo iba a presenciar por vez primera y, como si de un experimento se tratara, comprobar en sus reacciones y comentarios cómo vive, comprende e interpreta un suceso tan inigualable para nosotros como es la Romería de Santa Lucía, una persona que por su origen, costumbres y vida previa nunca había tenido la ocasión de asistir a una fiesta de estas características. Lo del choque cultural, que se dice ahora, cuando hacemos extensivo ese término al conjunto de experiencias vitales que uno aprende desde que nace en el entorno en que le toca vivir.
En ningún momento he pensado hacer hoy aquí mi propio relato de las fiestas. Doctores tiene la Iglesia que lo hacen mejor que yo y, además, son grandes expertos en ello. Se suben a lo alto de la peña cuando la procesión está en el centro de la era, dan un giro de 360º sobre sus pies para llevarse la impresión panorámica en su cerebro y, como si acabasen de hacer una foto aérea dicen “entre 6.000 y 6.500”, un suponer. ¿Pero cómo es posible? Porque nada detiene a quien acumula lustros de experiencia. De un vistazo calcularon la superficie potencialmente “pisable”, por muy irregular que esta sea, la densidad de población romera en el momento y la previsible a lo largo de la tarde, el espacio que ocupan puestos y chiringuitos, que restan del anterior y el nivel de rotación y recambio de feligreses, romeros y aficionados que se puede esperar a lo largo del día. Todo de un tirón. Como si tuvieran una computadora en la cabeza. “¿Pero cómo es posible?”, les dices insistente. “Está claro” te contestan, “los metros cuadrados disponibles por cuatro cristianos en cada uno cuando están muy apretaos como hoy (en eso no fallan, la proporción de fieles de otras religiones es prácticamente desdeñable), más la gente que viene por la tarde… total unos 6.225, o sea unos 100 menos que el año pasado”. Y te quedas así, como con cara de tonto o de admiración, depende del caso, sin saber qué argumentar, aunque con la certeza de la infalibilidad de quién calcula. Pues por eso, que las crónicas las haga quien sabe. Este humilde servidor se va a conformar en relación a todo esto con escribir aquí, con carácter de urgencia, una lista de sensaciones, atropelladas, pero sinceras y recién pasadas por el corazón.
A mí me encanta el encontrarme con la gente. Saludar una, dos, cien veces, a amigos y conocidos. Es, como ha declarado el señor alcalde a la prensa, uno de los aspectos más atractivos de este día, aunque a K le parezca que nunca antes había saludado a tanta gente. Para alguien ajeno a este mundo rural y festivo de nuestro país es una de las cosas que más llaman la atención y más sorprende. El inmenso júbilo y placer que experimentamos al encontrarnos y el alto nivel de la amistad y el compañerismo que se desprende al vernos interactuar. Esa emoción que sentimos sin disimulos extraña mucho a los ajenos, como también lo hace ese interés, esa pasión por Hacinas, su gente y sus tradiciones que pasa de padres a hijos y se transmite de forma contundente. Si esto es o no una cuestión diferencial que ocurre en Hacinas más que en otros lugares díganmelo ustedes primero y, si están de acuerdo conmigo, búsquenme alguna explicación después, porque ante esa curiosidad, K se quedó sin una respuesta convincente por mi parte.
El aspecto familiar también se hizo muy destacable entre sus mejores impresiones. Ese afán y ese gusto por reunirse un día como este quienes componen núcleos familiares a veces muy dispersos por toda la geografía se destacó en su análisis como otro rasgo sorprendente y distinto. En lo referente a lo lúdico el choque resultó mucho más brutal: encontré en mi foránea preferida muy poco gozo al escuchar la jota y otros cantos tradicionales que a mí me emocionan y que fueron interpretados magistralmente por profesionales, unas veces, o por aficionados con algún vermú de más, otras. Admiró, eso sí, la destreza y la vistosidad de danzantes, dulzaineros y aficionados, muy especialmente durante la procesión. Pude volver ese día mágico, reconciliarme con mi pueblo y sus tradiciones y, con mis amigos (son de los que no perdonan una infidelidad como esa), compartir esas emociones cotidianas que tan felices nos hacen. Pude también, por una vez, trascender de las impresiones comunes y cercanas para aprender y sentir junto a K cómo se vive todo eso desde una posición de imparcialidad emocional, desde la neutralidad y sin los antecedentes afectivos y culturales con los que partimos los que, como un servidor, nos hemos criado con este sesgo desincrustable de ser de Hacinas y de haber gozado desde que tenemos uso de razón de las fiestas de Santa Lucía.
Me llamó la atención este año la coexistencia pacífica que se alcanza entre tradición y modernidad. Es todo un éxito de tolerancia tecnológico-cultural. La tecnología, digámoslo así, ha irrumpido en la romería de forma tan natural que se ha implantado en cada detalle sin alterar las costumbres ni hacerse estridente. Así uno se pasea entre puestos en los que se ofrecen pedazos de jamón envasados al vacío, se pesan las almendras garrapiñadas en básculas digitales o se venden pendrives de tamaños minúsculos con toda la colección de jotas serranas en formato mp3. Es el presente y el futuro todo mezclado. Tanto, que tuve ocasión de protagonizar un episodio de modernidad mal entendida que hubiera sido imposible que ocurriera hace muy pocos años. Acababa de entrar el pendón por la puerta de la ermita al final de la procesión cuando sonó mi teléfono móvil. Lo descolgué sorprendido y escuché la voz de un buen amigo de Hacinas al otro lado de la línea.
- ¿Qué pasa, niño? ¿Dónde andas?, me preguntó.
- Aquí, contesté.
- Oye… eso no está bien, así que ¿otro año sin venir? Te vamos a poner falta, eso no puede ser…. añadió.
- Que estoy aquí… en Santa Lucía, insistí.
La señal era muy deficiente y el ruido ensordecedor. Por más que lo intentaba y gritaba mi interlocutor, como en aquélla historia de los dos sordos, seguía sin oír nada de lo que le decía.
- Bueno, pues tú te lo pierdes, que lo sepas. Está la mañana estupenda, ha venido un poco menos gente que el año pasado, pero hay bastante, unos 6.250 han dicho los expertos, esto está animadísimo… Y lo mejor del caso es que estamos todos… bueno creo que sólo faltas tú….insistió.
- Oye ¡ que estoy aquí!, le dije desesperadamente.
- Bueno, te dejo que no se oye nada, me dijo para acabar, voy a tomarme unos vinitos aquí en lo de la gente de Hortigüela y brindaremos por ti, descastao que eso es lo que eres….
En lo de la gente de Hortigüela estaba yo también, por lo que temiéndome lo peor colgué el teléfono antes de darme la vuelta para ver lo que presentía: a pocos metros de donde yo estaba mi amigo le gritaba al móvil como un loco intentando despedirse de mí. Le toqué el hombro con resignación y le dije ante sus ojos asombrados que no, que no gritara más, que le oía mejor si hablaba más bajo y que sacara de una vez los vinos que estaba prometiendo porque para brindar por mí no hay nada mejor que brindar conmigo…
Volver, esa es la cuestión. Para constatar que todo sigue igual, que ahí están nuestra gente y nuestras raíces y que no hay nada mejor que compartir siempre los mágicos momentos de las fiestas de Santa Lucía.
Manolo Díaz Olalla
(Publicado en la revista "Amigos de Hacinas, tercer trimestre de 2010, Nº 129)
Fotografías: tomadas de Diario de Burgos y La Voz de Pinares
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