domingo, 30 de enero de 2011

Las niñas

Las niñas no tuvieron esa suerte. Pasaron por la niñez, y ahora por la adolescencia espléndida y sorprendente, sin esa suerte que yo tuve y tengo de tener un pueblo, que es mi pueblo.

Las niñas son listas, ingeniosas, guapas. Las niñas son lo mejor que yo conozco. Las niñas son todo eso y más cosas, y les tengo que asegurar que no me ciega la pasión de tío carnal que me involucra con ellas. Pregúntenle a cualquiera que las conozca. Pero las niñas, mis niñas, caminan por la vida con ese problemita inevitable de ser de Madrid. Así, a secas. Ellas no pueden decir, como yo, que son de Hacinas. Aunque no lo sea del todo, ya me entienden. Un amigo mío tiene la teoría de que el hombre es de donde pace, no necesariamente de donde nace. Así, si en la vida uno encuentra un lugar que uno mismo reconoce como suyo, y las gentes de ese lugar tienen el sentido de que uno es parte de esa comunidad que ellos mismos componen, no cabe ninguna duda que ese individuo es de allí, aunque haya nacido a diez mil kilómetros de distancia. Esa mutua relación de pertenencia, esa corresponsabilidad que se establece en las señas de la identidad, son las que definen, sin duda, de dónde es alguien.

Por ello, yo sí puedo decir en cualquier lugar que soy de Hacinas, aunque mi amigo Agustín me mire con el rabillo del ojo, y más de uno se crea con el derecho de revisar mi documento de identidad. Pero, fíjese usted lo que son las cosas de la vida, mis niñas, esas criaturas maravillosas a las que adoro, van por la vida con esa desazón inapelable de incluseras permanentes. Porque eso de ser de Madrid, es como si nada.
Como que uno no es de ningún sitio. Madrid es como un hospicio. Como un refugio general de apatridas, como un motel de carretera donde tiene que quedarse a dormir el que no tiene más remedio.

Mis niñas, las pobres, nunca corrieron por la Hontana, ni se escondieron perplejas en casa de su abuela cuando pasaba, sin avisar, la boyada, ni pasaron una tarde comiendo chorizo con pan mientras observaban una y otra vez el subir y el bajar de los reteles en el río, ni cogieron la bicicleta para subir la cuesta de Carazo, ni se escondieron nunca detrás del castillo a darle dos caladas a un cigarrillo furtivo ni a discutirle un beso primerizo y limpio a cualquier mocito presuntuoso.

No tenemos por qué decir las cosas que no son. Tampoco es eso. Si tenemos alguna ventaja aquí es porque nos conocemos todos y, como quiera que sea, calculamos siempre de qué pie cojeamos todos. Mi experiencia y mis conocimientos no me aportan lo que pudiéramos llamar un intenso bagaje cultural rural. No. Eso es así. Y si no que se lo pregunten a Carlitos, mi amigo, que desde hace tiempo goza de una manera casi enfermiza con mortificarme siempre que tiene la ocasión de poner en evidencia pública mi ignorancia rústica.

- A ver, ¿cuála pájara es aquella?.     
- Una graja.
-¡Una graja!.  
- Pues una picaraza.
- Desde luego, ya te vale, ¿es que no ves que es una milana?

No hay por qué presumir de lo que uno no sabe ni conoce. Pero a mis trece años ya había tenido la experiencia particular de haber conocido personalmente -quizás hubiera que decir animalmente- a más de doscientas gallinas. Bien, yo nunca olvidaré el día en que la mayor de las niñas se encontró de sopetón y a menos de un metro con la primera gallina viva de su vida. Ella tenía trece años y había visto algunas gallinas en la televisión y otras tantas, empaquetadas y con el sello de garantía de "El Corte Inglés" estampado al lado del precio, que dormían, por temporadas, en el frigorífico de su casa. Pero aquella tarde de Abril, en el pueblo de Navacerrada, iba a vivir una de las experiencias más fuertes de su vida. Se encontró con ella de repente, sin avisar, al doblar una esquina. Diremos de verdad que el susto fue mutuo. Ambas, niña y gallina, se miraron fijamente conteniendo la respiración. Pero, finalmente, pudo más ella, la gallina. Itzíar, que así se llama la niña de la que hablo, salió corriendo despavorida por la ladera de la misma manera que usted o yo lo haríamos si al salir de nuestra casa una mañana descubriéramos ante nuestra puerta a un marciano con antenas y todo. Fue muy fuerte aquella experiencia, deberemos reconocerlo. Y eso que la niña ya había conocido personalmente un avestruz. A mí me extrañó, no obstante. Según se mire, una gallina es como un avestruz pequeño. Así que no hay por qué ponerse tan nerviosos.

Yo creo que eso, el no tener pueblo, acaba marcando la vida de la gente. En la manera de comer, por ejemplo. Estas niñas maravillosas no saben comer. Todavía recuerdo un día que las invité a comer un cocido con todo. Como el que hacía la abuela. Ya saben: su sopa de pan, su sopa de fideos, sus garbanzos, su repollo sofrito, su carne, su chorizo, su tocino de mojar y su relleno. Como el que preparaba la abuela por la mañana en el hogar, al fuego lento de la leña derretida. Bien, allí estaba yo. Con aquella mesa preparada después de toda la mañana en la cocina. Estaba dispuesto a que supieran lo que es una comida de verdad. Y allí llegaron ellas. Tan felices. Seguramente esperando espaguetis o arroz con tomate. Miraron todo aquello con detenimiento. Se retiraron por unos minutos a deliberar. En sus caras se dibujaba una mezcla de frustración y lástima por su tío aprendiz de cocinero. Finalmente me plantearon claramente la situación: me invitaban ellas a mí a comer una pizza o una hamburguesa en cualquier sitio y, a cambio de eso, nos íbamos a olvidar todos de ese lamentable episodio, como que no hubiera pasado nada. Bien, eso me tocó, yo congelé aquel cocido maravilloso y me comí una hamburguesa de plástico con mucho ketchup y algunas patatas fritas. Ellas se fueron felices, que es de lo que se trataba.

Comprendan mi punto de vista. Ellas no tienen la culpa. Pero ser de Hacinas marca para toda la vida. Y ellas, mis niñas, no han tenido la culpa. La vida ha sido así con ellas. Yo pretendo hace tiempo remediar ese problema en su educación. Y estoy dispuesto a regalarles un pedacito de mi pueblo si ellas quieren.

Son ustedes testigos de que si para el próximo verano no aparecen por allí, sólo será su propia responsabilidad.

                                                                                                                            Manolo Díaz Olalla

(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas"  nº 70 en la lejanísima fecha del primer trimestre de 1996)

Nota del autor.- Las niñas de las que se habla, mis sobrinas Itziar y Maitena, ya no son tan niñas (como en aquél chiste famoso). Son ya dos magníficas mujeres. El tiempo pasa, ya saben.