martes, 8 de agosto de 2000

EL CASETE



Aún recuerdo con emoción aquél primer casete de mi vida: Magnetófono reproductor y grabador a cassete, que ponía en la caja. Aquél primer casete de mi vida fue el premio de fin de curso del año 1970 ó 1971, perdónenme la falta de memoria, y lo estrené en Hacinas. Fue, sin duda, la revolución tecnológica de aquél verano hacinense, envidia del mocerío en aquéllas noches tórridas del castillo, y el augurio de que una nueva era de la multimedia estaba llegando. Casi se sonroja uno pensando en cómo cambian los tiempos y en cómo pasan los años. Y se sorprende constatando cómo avanzan la electrónica y los soportes de la comunicación.

Lo recuerdo, y me recuerdo -¡ay Dios!-, casi como si fuera el verano del 99. Allí estaba yo, con mi casete de color naranja marca Sony -"diga usté que sí, que lo japonés es mucho bueno"- forrado en aquélla funda de cuero, colgándome del hombro, en bandolera, camino de la huerta, tras la abuela. Ella con el caldero y la azada. Yo con mi casete al hombro. Camino de Campo los muertos. Recuerdo aún que sólo tenía cuatro cintas que oía y oía hasta acabar con la paciencia de la abuela: una cinta virgen donde grabar todo tipo de bobadas; las otras tres regalo de mi prima Isabel, una de Serrat en catalán ("lo último de Serrat, niño, salió en Enero, no te creas"...), otra de Tom Jones en directo, cantando entre otras A mi manera ("joé qué voz el tío"), y, la última, un variado de música americana, de la buena, entre la que destacaba, y aún me parece oírla, Suavemente me mata con su canción de Roberta Flack.

Recuerdo que mientras la abuela echaba un trago en la fuente de Campo los muertos, después de cebarla con mimo y dedicación, yo me las daba de disc jokey interesante y la abordaba con preguntas que para ella eran completamente intrascendentes, en especial si se consideraba la faena hortofrutícola que se le avecinaba:

- ¿Abuela con qué empezamos, con Tom Jones o con Serrat?.
- Calla la boca si puedes, mostrenco, y no marees más con ese aparato.

Diremos aquí que la abuela nunca mostró, o al menos en lo que yo conocí, un interés excesivo en la comprensión y aprovechamiento de las tecnologías de última generación. Tuvo ocasión de demostrarlo cuando prendieron delante de ella por primera vez un aparato de televisión. Nada le gustó aquélla invasión repentina de la sala de estar por parte de aquélla gente que salía en la pantalla. Gente que, como ella afirmaba, ni conocía, ni nadie había invitado a casa. Pero eso sí, en todo caso, ella consideraba que a pesar de la poca formalidad que demostraban viniendo sin invitación, por nuestra parte había que mostrar una educación exquisita. Nadie podía levantarse de la mesa mientras el locutor presentaba el telediario. Ni siquiera a la cocina a buscar el segundo plato. Costó mucho convencerla de que a aquél mostrenco que hablaba y hablaba dentro del aparato de cosas que a ella no le interesaban en realidad le daba igual si le escuchábamos o nos íbamos a Castrillo por no oírle.

El mocito, o aún menos, que era uno durante aquél verano de casete y copla, pensaba, quizás, que la abuela se enfadaba porque prefería música romántica, o jotas a lo mejor, y me instalaba frustrado en mi inquietud musical bajo la sombra de aquél guindo soberbio de la huerta, mientras la abuela echaba el primer caldero de la tarde al pozo misterioso y profundo que, confesémoslo ya de una vez, me daba pavor. Nunca olvidaré aquéllas tardes de contrastes, tardes irrepetibles, que se iban y se venían entre explorar cómo funcionaba el play y el rewin y en aprender a recoger las vainillas más verdes, las cebollas más espigadas o las berzas más suculentas. Las tardes, otrora tranquilas y tan sólo rotas por el trasiego de la cuerda en el brocal y de la azada contra los terrones o por el paso cansino de las ovejas camino de las casonas, se vieron invadidas, durante aquél verano, por músicas extrañas cantadas en lenguas de fuera que, la abuela, en su eterna paciencia, no acababa de entender ni de aprobar.

- ¿Para eso querías venir?, ¿para pasarte la tarde ahí como un zascandil?. Cierra ese chisme, aplica los garbanzos y tiéndelos ahí neso.

Descubrí aquél verano que la abuela no era partidaria de las modernidades tecnológicas ni de la música en lata. Ni entendía el catalán, ni le gustaba que le hicieran entrevistas cuando, con mi micrófono en ristre, me la acercaba por la espalda emulando a Matías Prats, padre, naturalmente.

- Nos encontramos esta tarde en Hacinas, en la huerta de la señora Margarita, a quien vamos a hacer una entrevista.....uán, tú, trí, ¿me se oye, me se oye ?. Sí parece que sí... bueno, señora Margarita, ¿cómo se presenta este año la cosecha de ajos?.
- Quita ese cable de ahí, espantajo, y haz el favor de regar un poco las lechugas o te doy un cocotazo.

Siempre breves pero contundentes declaraciones las de la abuela, dispuesta por todos los medios a aruinarme la vocación periodística y a que no perdiera el tiempo en esas majaderías y pusiera algo más de interés en recoger las patatas, actividad sin duda mucho más sustancial y productiva.

Estoy seguro de que mis amigos aún se acordarán de aquél viejo casete japonés, una reliquia prehistórica en este mundo actual de los CDs y de los MP3s, una reliquia digna de algún museo de la ciencia si todavía lograra rescatarlo de algún montón de cacharros de los que abundan en la leonera en que se ha convertido mi cuarto trastero, y se acordarán de aquéllas noches de verano en el castillo, tras la faena agostí de era y bielda, allí, tan ricamente, mientras ensayábamos cómo se echa el humo por la nariz y hacíamos planes para el viernes.

- ¿Y no tienes otra cinta?.... es la cuarta vez ya que pones al Tom Jones ése...
- ¿El hermano de Paco...?
- Eso... hasta ahí nos tienes ya con el casete...

Eran noches mágicas, de risas incoherentes, chistes reiterados, lugares comunes, menceys chupados y la cinta de Tom Jones una y otra vez. La luna llena allí arriba y nosotros allá abajo, descubriendo el mundo y las cosas, hablando de chicas y de pueblos, de bicicletas y de internados donde invernar, y muy pendientes del casete, que lo llenaba todo.

- Pues mi primo Juan tiene una cinta de Simon y Garfunkel, se la voy a pedir a ver si cambiamos un poco.....
- Vale.






Recuerdo con nitidez meridiana el casete viejo que tanto nos acompañó aquél verano del 70 -¿o era del 71?-, que me gané por mi buena conducta y que mucho nos ayudó a descubrir unas cuantas cosas: que se habían inventado los equipos electrónicos portátiles; que una misma canción, por buena que sea, a la quinta vez ya cansa; que recoger cebollas mientras se oye a Serrat se hace más llevadero; que la abuela no era partidaria del trabajo musicado ni de las entrevistas en directo; y de que las noches estivales a la luz de la luna resultan más dulces si suena cerca un tema romántico entonado con sentimiento.

Recuerdo todo eso, y más cosas que no puedo contar, y ahora, cuando estoy a punto de enviar esta pequeña crónica sentimental por el e-mail de mi PC si es que el servidor está operativo, cuando con el mando a distancia voy a proceder a apagar el canal satélite del televisor, el equipo de CD-ron y hasta el DVD, pienso que es verdad aquello de que las ciencias adelantan que es una barbaridad, y de que, indudablemente, estamos cumpliendo muchos años.

Manuel Díaz Olalla
En Madrid, el día de mi cumpleaños del año 2000
(Publicado en "Amigos de Hacinas", fecha indeterminada del año 2000)