lunes, 9 de agosto de 1999

Canciones







Todas las cosas que debemos saber están recogidas, una por una, en las canciones de nuestra vida. En ellas, y solo en ellas, se desglosan, como en un inventario incalculable, todo lo que somos, lo que hemos sido y, aún, lo que nunca seremos.

Todas ellas, una detrás de la otra, han brotado de nuestras bocas y, muchas veces, de nuestros corazones, tan intensamente que nuestras propias historias hoy no se distinguen de las letras de aquéllas canciones antiguas, ya algo rancias, que duermen en algún rincón de nuestra memoria y que, cuando más descuidados estamos, nos salen al encuentro, como para recordarnos que aún siguen existiendo, desde algún programa de aniversario de la radio, o desde el fondo de algún cajón lleno de discos viejos.

Analice si no. Y lo verá.

I.

En casa de la abuela hubo veranos, ya hace muchos, en que la emoción de cada tarde rondaba siempre la hora de llegada de la boyada.

- ¿Abuela, han llegao las vacas?
- No, aún le queda un rato....

El niño esperaba ansioso aquella invasión vacuna que llenaba calles y casonas -¿aún se acuerdan ustedes?-, entre temeroso y perplejo, procurando que aquél fenómeno vespertino no le sorprendiera lejos de algún refugio seguro desde donde pudiera ver con claridad el paso cansino de las rumiantes sin ser visto por ellas, pues entendía que, en realidad, las bestias llegaban cada tarde buscándole por calles y callejas con la malsana intención de hundirle un cuerno en aquélla barriga lampiña. Si, por cosas del azar, aquel desembarco animal le sorprendía por la parte de le escuela, y tenía la suerte de observar la llegada del toro, sobre todo de aquél toro viejo que solo tenía un cuerno, el corazón del gurriato saltaba en el pecho como queriendo salirse de la caja y entonces, el mocoso corría desesperado, escaleras abajo hacia la casa de la abuela, mientras oía a lo lejos las carcajadas de Basilio que le gritaba: "¿Dónde vas, torero?".

Llegaba por fin al portal, trancaba con frenesí puerta y cuarterón, y se agarraba a las sayas negras de la abuela que, a esa ahora y descuidada de las hazañas taurinas del nieto, se esforzaba en remendar algún calcetín viejo. Cada tarde, a esa hora, y como si desde Radio Castilla supieran lo que pasaba en cada casa, aquél transistor tan chic que había llegado de Suiza y que pendía como un espantajo del clavo de colgar chorizos que había en la viga del portal dándole cien patadas a la estética austera de casa de pueblo de la época de la pre-electrificación, aquél transistor, digo, lanzaba a los cuatro vientos aquélla canción tan vieja y tan festiva que aún hoy, solo al oírla, me traslada automáticamente a esas tardes inciertas de mis primeras faenas en el arte de Cúchares :

"Tengo una vaca lechera,
no es una vaca cualquiera...."


II.

Corrían aires modernos, en aquélla época, en las reuniones del club, allí todos, los sábados por la tarde, los veraneantes y los de allí, alrededor de aquél tocadiscos prestado que hoy sería pieza de museo si existiera, oyendo los discos que cada uno traía de Madrid, de Bilbao, de Barcelona, de Burgos. Eran debates intensos sobre nuevas tendencias de la música moderna, que acababan en audiciones reflexivas de las piezas debatidas y una posterior puesta en común.

Los había de la línea de Karina, los de José Feliciano, los de Massiel, y, algunos, los más progres, hasta partidarios acérrimos de los Abba y otras lindezas foráneas.

-Dí que sí, que lo extranjero es mucho bueno.

Era una época en que la televisión no había irrumpido en nuestras vidas como un tótem demoledor, y las cosas de la globalización eran una utopía. Épocas en que la música que se oía en cada pueblo era sustancialmente distinta, definida más por los gustos de la gente que por las necesidades comerciales de las casas discográficas, y donde, por tanto, cabía discutir de modas y tendencias de cada lugar.

Se discutían, por tanto, las experiencias personales y las propias formas de entender la música. Ahora eso sería imposible. Vivamos dónde vivamos y vayamos a dónde vayamos todos oímos las mismas cosas y aquéllos debates tan ricos han dejado, al menos en parte, de tener razón.

Pero aquéllas tardes del club marcaron nuestras vidas de aficionados y nuestra adolescencia impúber.

El muchachito que asistía, él más perplejo que nadie, a la propia eclosión hormonal de sus 15 años, se las daba de entendido en música romántica, a ser posible francesa, sobre todo para quedar bien delante de las chicas. Hablaba de su experiencia discotequera y de lo bien que bailaba el agarrao cuando sonaba una buena pieza con sentimiento. Cuando las tardes del club se alargaban y de las discusiones se pasaba a las prácticas bailables sobre todo lo debatido, el muchachito imberbe se atusaba con discreción algún rizo rebelde, ponía cara de interesante y se dejaba caer al lado de alguna chica que le hiciera tilín.

Aquélla tarde de Septiembre hacía un frío casi invernal. El tocadiscos hacía rato que lanzaba al aire sus quejidos musicales y los muchachitos y muchachitas movían sus esqueletos, y todo lo demás, al compás de lo último de los Lone Stars, de los Pop Tos o de Claudio Baglioni. Cuando comenzó la música lenta él la miró. Ella hizo como que no se daba cuenta. Él se acercó con aplomo y seguridad.

-¿Bailas?, dijo él.
- Bueno, dijo ella extendiendo sus brazos como mecánicamente.

Él quería quedar como el campeón del feelin y no dudó en aparentar una seguridad y una experiencia de las que, obviamente, carecía.

- ¿Esta es la música que te gusta a ti?, dijo ella dejándose llevar.
- Sí, contestó él con decisión.
- ¿Tú has bailado mucho?, preguntó ella
- Mucho, contestó él mientras sonreía.

Ella, notándole tembloroso, se atrevió a más y le propuso:

-Parece que tienes las manos muy frías. Si quieres puedes meterlas en los bolsillos de atrás de mi pantalón mientras bailamos....

Al muchachito listillo y sabelotodo comenzaron a venirle sudores fríos a la frente y a las manos, y tuvo que tragar saliva dos veces antes de reaccionar. Comenzó a sonreir con esa risa medio histérica del que se ve sorprendido por su propia arrogancia y se quedó allí, en mitad del club, con cara de tonto, mirándose las manos sin saber qué tocarse o dónde meterlas. Le salvó el subdesarrollo cuando, de repente, se fue la luz, y el tocadiscos se detuvo. Pudo salir de aquélla sin necesidad de ponerse colorado del todo ni hacer el ridículo del mojigato que se ve superado por su propia inexperiencia.

Nunca sabremos cómo habría acabado aquél guateque sin aquél corte de luz. Pero aún hoy, tantos años después, el mero hecho de escuchar aquélla canción de Adamo me transporta, irremediablemente, al club de Hacinas y a una tarde fría de Septiembre en que una propuesta inocente estuvo a punto de echar por tierra esa leyenda de muchacho de mundo que, por la pura estupidez adolescente, había intentado construir.

“Y mis manos en tu cintura,
pero mírame con dulsor...”

Somos lo que las canciones que se han cruzado en nuestras vidas han querido que fuéramos. No lo dude. Piense que todo está en las letras de sus canciones e intente recordar alguna de las más antiguas y comprenderá que lo que en ellas se dice se ha confundido ya en su cabeza y en su corazón con su propia historia como algo inseparable. Tanto que, seguramente, le será muy difícil decir dónde termina la canción y dónde comienzan sus sentimientos.


José Manuel Díaz Olalla


(Publicado en "Amigos de Hacinas" en fecha indeterminada)