miércoles, 27 de julio de 2016

La ospitalera


Cada uno se desahoga como puede, diga usted que sí, y si en un momento dado hay que liberar tensión soltando por esa boca una exclamación de trazo grueso, pues se suelta  y a otra cosa. El diccionario está lleno de buenas voces para hacerlo cuando la contrariedad nos supera o simplemente vienen mal dadas. En mis tardes estivales en Hacinas aprendí unas cuantas a base de escuchar las conversaciones de los mayores o las imprecaciones de mis compañeros de juegos y callejas.

No todas las recoge la Real Academia de la Lengua, no, muchas hay que situarlas en la tradición oral y buscar su significado, real o figurado, en el imprescindible catálogo de palabras y expresiones populares de nuestra localidad del que es autor mi admirado Jesús Cámara Olalla (“Diccionario tradicional del siglo XX de un pueblo serrano-burgalés”, 2011). Los localismos, mírelo como se quiera, también encierran la identidad de un pueblo, la forma de ser de sus gentes. Hablan hasta de las limitaciones con que los usos y las buenas costumbres han logrado encorsetar vocablos espontáneos que en otro contexto podrían parecer malsonantes u ofensivos.


Como la cosa va por gustos o por tradición familiar, digámoslo claro y sin más rodeos, en Hacinas muchos exteriorizan su malestar acordándose de “la ospitalera”. En esta sorprendente palabra, nada que ver con cualquier otra que haga referencia a la institución sanitaria donde se ingresa a los enfermos y que, como es lógico, comenzaría con una “h”, sin duda se suaviza lo que, empezando con esas letras, podría haber terminado en un juramento merecedor de la censura o la reprimenda de cualquiera que estuviera oyendo. Esta voz de desahogo se recoge también en el diccionario popular de El Burgo Ranero, en León, situándose su uso más concretamente en la villa que ostenta el pintoresco nombre de "Calzadilla de los Hermanillos". Localismos, sí, pero no tanto, y por lo que se ve, bastante extendidos por la geografía castellano-leonesa.

Otros, en esos momentos críticos o de desesperación, se ciscan en el país que tiene su capital en la bella ciudad de Moscú. Esta preferencia geográfica que se señala es fácil explicarla por la mala prensa que aquélla nación ha tenido entre nosotros en alguna época no muy lejana. O, digamos, “la órdiga”, un ejemplo  de lo que siempre ha sido un buen  recurso para liberarse momentáneamente de una adversidad de una forma bastante aséptica y poco turbadora. Leí una vez en un diario de Palencia, donde al parecer también se utiliza, que su etimología se sitúa en el juego del mus, y más concretamente en una derivada de la apuesta máxima, el órdago, término que hunde sus raíces en el euskera. También aquí el habla popular ha querido reforzar esa extrañeza o estupor utilizando el plural con un “¡órdigas!” o mediante la exclamación “¡anda la órdiga!”, con las que parece que queramos enfatizar ese sobresalto o esa confusión ante algo que oímos, descubrimos o reconocemos.

Según me contaron muchas veces de niño, somos del mismo pueblo que aquél que pasó tres días debajo del agua y salió pidiendo un botijo, así que pocas bromas con nosotros. Y como somos así decidimos que había que decir “una órdiga” cuando nos dábamos o le dábamos un golpe a alguien.  Aún recuerdo aquéllas vueltas al cole, tras los veranos hacinenses, en que por menos de nada se te escapaba un “órdiga” y te convertías sin quererlo en el objeto de chanzas y escarnios por parte de tus compañeros de patio.

      -                                          Manolo ha dicho que se ha dado una “órdiga”
-                                         ¿Y eso qué es?
-                                        ¡Qué sé yo! Pero van un mes al pueblo y se asilvestran…

Y era entonces, y con el objeto de que la chiquillería venida a más no acabara con tu prestigio o con la mínima autoridad moral que te quedara, cuando había que juntarles y hacerles ver lo triste de su vida y su futuro sin un “su pueblo “donde refugiarse, aprender las cosas de la vida y los palabros que es necesario conocer para hacerte entender por los demás.

-                                       “A ver, mostrencos, atended un poco, que no sabéis ni a tocino si os untan” - toma ya el empiece-, “la órdiga es la que te pegas cuando vas con la bici a toa la zapatilla, royo p’abajo, y te falla la zapata de la rueda delantera, o se te cruza La Rubia del Señor Pedro cuando viene de la boyada... ¿estamos?”

Y mientras mirabas las caras de asombro de los zascandiles intentado traducir lo que habías dicho, tú pensabas para tus adentros, “¡Ay va la ostren!,  cualquier día me voy a ganar un buen sopapo por hacerme el listillo”.

De las óstrenes ni hablamos, pero por su raíz diría que comparte intención y disfraz con la comentada ospitalera, avisándonos de que el objeto de la exclamación es más bien otro que se obvia para no pecar del todo con la palabra o para sembrar dudas entre los parroquianos sobre la propósito exacto de quien exclama.

Somos como somos y lo que hemos aprendido ha forjado nuestro carácter y nuestra manera de ver la vida. Hemos construido un dialecto difícil de descifrar para los que no han bebido en nuestras mismas fuentes. Las expresiones que necesitamos para desahogarnos son algo muy cultural, sí, no lo dudo, pero al final todo se queda en gustos o en lo que marca la tradición familiar. Algunos prefieren la órdiga o la ostren, pero otros se conforman con Rusia, Diógenes, la reina, la ospitalera, el padre clavel, dioro Baco, o hasta con la mar salada o lo más barrido.

Auténticos y genuinos conejos de madera
Yo tengo que confesarles algo, cuando la contrariedad se apodera de mí, todo se pone al revés o el cielo se torna gris en el momento que más azul lo necesito, entonces, en ese mismo instante, clamo contra los conejos de madera, tal y como oí tantas veces a nuestro vecino Alberto,  y me quedo tan ancho.

Manolo Díaz Olalla

(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas", primer trimestre de 2016)