martes, 18 de agosto de 2015

Notas para un epitafio a mi padre

Caricias de María Jesús: sus momentos más felices en los últimos meses. Marzo 2015

He puesto interés, estos últimos días, en observar a los míos y a mí mismo con la intención de comprobar eso que tantas veces he oído: “Cómo te pareces a tu padre… cada día más”. Y no he tenido más remedio que admitir que así es. Entorno los ojos para remontarme a los orígenes que conozco de cada dicho, cada refrán, cada expresión, cada frase hecha con que construyo lo que digo y acabo concluyendo, siempre, lo mismo: “Esto lo decía papá….”.  No sólo eso, sino que me miro de reojo, como miro a mis hermanas, y acabo descubriéndole con exactitud en cada uno de nuestros gestos, miradas, expresiones o signos corporales con  que comunicamos algo a los demás.

Y he deducido otra cosa: es mucho más que la genética lo que late debajo de tanta semejanza, es algo más bien fenotípico. Se trata ante todo del aprendizaje y la admiración, de las costumbres que convertimos en espacios comunes, de  la necesidad y el gusto de compartir, en suma de todo  lo que compone la relación familiar.

Por si acaso se me había olvidado algo de su vida, algunos detalles por nimios e intrascendentes que puedan parecer, estas últimas semanas muchos amigos y familiares han querido recordarme retazos de historias que son tan suyas como de todos nosotros. Unas cuantas, las mejores según  mi manera de verlo, sucedieron en Hacinas, lugar que decidió hacer suyo y nuestro cuando conoció a nuestra madre en aquéllos años grises del Burgos de la postguerra. Grandes y pequeñas hazañas, algunas de las cuáles he tenido el placer de contárselas desde las páginas de esta revista: lo que dio de sí aquél su seiscientos, el primer vehículo a motor particular que circuló por las calles de Hacinas; lo que disfrutábamos la chiquillada cuando, en aquellos añorados veranos, nos llevaba a pasar el día a las piscinas de Navaleno o a la gélida Yecla; la más que merecida confiscación que le aplicó a la bicicleta tras mi accidentado debut como ciclista;  o, todavía mirando más hacia atrás, la admiración que despertaban su elegancia y su seriedad cuando llegaba a nuestro pueblo en el coche de línea, hacia la mitad de la década de los 40 del siglo pasado –¡ahí es nada!-, con la intención de cortejar a nuestra madre.

Si casi todo en él despertaba admiración, aún nos causaba más comprender que, básicamente, era un hombre formado a sí mismo. Un autodidacta, como tantos de su generación que vieron truncadas su vida y sus posibilidades de formación por la penosa guerra civil. Fue ese terrible episodio de nuestra  historia colectiva el que marcó su biografía de forma indeleble,  dedicándole a su estudio y a su divulgación muchos de los mejores ratos de su existencia.  Ese interés y esa entrega los compartía con su principal pasión, su familia, y muy especialmente nuestra madre, Agustina, y nuestra hermana, María Jesús.

Gran y prolífico conversador, hombre culto en el estricto sentido de la palabra, hacía las delicias de propios y extraños cuando hablaba de política o de historia o cuando disertaba sobre materias tan exquisitas como la mitología griega y romana, el álgebra o la topografía.

Siempre fue fiel a sus ideas por lo que vivió como pensaba y nos enseñó a hacerlo de la misma manera. Nosotros, más modestamente, lo seguimos intentando, aunque con mucho menos  mérito y valor que él. En sus últimos años, y en la medida en que se iba haciendo cada vez más dependiente de los demás, esa admiración que siempre le profesamos,  sin perder un ápice de intensidad, fue transformándose en necesidad de protegerle y cuidarle, como él había hecho con nosotros durante toda nuestra existencia. Pero es de justicia decir que ni en sus últimos momentos perdió esa dignidad, esa elegancia natural y esa entereza que tanto asombró siempre a todos.

Diremos de nuestro padre en esta su despedida que, como escribiera Manrique del suyo, “aunque la vida perdió, nos dejó harto consuelo su memoria”.

Que la tierra te sea leve, papá.

Descansa en paz.


Nota. Deogracias Manuel Díaz del Hoyo, viudo de Agustina Olalla Molinero, falleció en Madrid el día 22 de Abril de 2.015 a los 95 años. Está enterrado, con ella y como fue su voluntad, en el Camposanto de Hacinas.

(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas", nº 148, II trimestre de 2015)